¿Cómo demonios te mudas a otro país a base de dos maletas, otro par de brazos y unos límites de volumen/peso ridículos establecidos por la mayor parte de las aerolíneas? Esa es la pregunta en torno a la que giran mis pensamientos en los últimos días. Ante mi más que evidente incapacidad resolutiva, me encuentro la víspera (¿Ya?) de mi partida frente a frente con el ordenador, intentando, valga la redundancia, ordenar mis ideas, y sobre todo, mi equipaje.
Y entonces echo mano de mi todopoderosa Moleskine que, y esto si, sin dudarlo, irá la primera a la maleta, y observo las listas. Sí, listas. A eso me he dedicado las últimas semanas. A boli y con tachones. A la antigua. Como indica sabiamente mi madre. Listas para todo. Listas para no olvidar despedirme de nadie (Y aún así me ha faltado tiempo), listas de cosas que hacer, del tinte y del zapatero (porque tal y como diría mami, de nuevo, "hija, cómo vas a irte con las tapas gastadas, vaya impresión vas a dar"), listas de medicamentos (arsenal, diría yo, como si no hubiera farmacias en Alemania, Mamá), listas de cosas que NO hacer, listas de cosméticos varios y de zapatos y de trajes de chaqueta, y de bolsos, y de libros (y demasiados libros, ya sabéis). Listas de artículos tecnológicos, y de "por si acaso". Y de asuntos de última hora. De la última cerveza. De la última cena. Listas que te hacen creer que tienes todo controlado. Que el corazón no te va a mil cuando te asomas a la leve idea de la vida que te espera a la vuelta de la esquina. Listas que reconfortan, y que te recuerdan cómo Mamá siempre tiene razón. Listas, que al menos, sabes que te acompañarán en el camino hacia esa nueva vida, que te darán algo parecido a confianza al cerrar tras de ti la puerta de tu antiguo apartamento.
Y listas que maldecirás cuando te des cuenta de que Mamá olvidó recordarte meter Clinex en la maleta. Muchos muchos Clinex.