No me diréis que lo del mundial no ha sido una broma. Tenían que ganar. Y
yo vivirlo. Aquí.
No fue suficiente con experimentar la tormenta más terrible de los últimos
10 años. O con aquel aviso de bomba en las inmediaciones de la oficina.
Se trata de acumular en un año todo evento extraordinario o improbable que
al universo se le ocurra.
O eso, o la copa me sigue los pasos.
Tras una semana de curiosas ausencias por resaca, de outfits working-sport
(a saber: camiseta de la selección bajo el traje), de pantallas del lobby de la
oficina con monotema "Puerta de Brandemburgo", y de revivir una y otra vez hasta
en mi despacho el momento “Super Mario”, además del descubirmiento del
diminutivo “Schland” con el que se apoda al país, por lo visto, en situaciones
alcohólico-festivas como la que se ha venido dando en los últimos tiempos por
estos lares...
Tras todo ello, decía, decidí huir. A Baleares por segunda vez en este
verano, a Ibiza para ser exactos, en un arrebato de remember de hace 3 años,
cuando me enamoré definitivamente de un chico que me aguantó en mi mejor
momento nocturno en décadas y que, ojo, sigue conmigo. Total que tras 3 días de playa, chunda-chunda
en cada esquina, obsesivos mercadillos hippies, un encuentro con el famoseo más
requetefamoso, un pescado de escándalo sobre el mediterráneo, un par de beach
clubs verdaderamente memorables, gastarnos toda la paga extra en un paseo por
Amnesia y un montón de gente que sólo se encuentra en esa isla de pecado y
perdición, y puesto que por fin los 30 grados se dejan caer por Düs, los dedos me llevan a imaginar, o más bien
rememorar un instante de evasión (barato), y un templo de la calma que me
permitirá soportar este miércoles de oficina hasta salir pitando a las 18:30.
Düsseldorf. 30 grados... Julio.
Abro los ojos y la luz penetra por
mi ventana a raudales. Inunda cada rincón, y me entran ganas de sandalias. Y de
café en las escaleras, dejando entrar el aire fresco del jardín, el aroma a
rocío. El ronroneo de los 2 gatos que se pasean como Pedro por su casa por la
mía. Una Gazelle del año de Maricastaña, verde oscuro desconchado, descansa,
paciente y silenciosa, apoyada en el muro exterior de mi, dicen algunos, barracón.
Una araña hace acrobacias matutinas para llegar al sillín.
Los mejores 60 pavos
invertidos que recuerdo. Pura esencia de verano.
El café se alarga al infinito, mientras me desperezo, mientras me estiro
1000 veces. ¿Por qué no? Tengo tiempo.
Pero desde hace días la tentación de tirarme en el sofá y tragarme 10
capítulos seguidos de lo que sea sale siempre perdiendo ante la
luminosidad de los largos días de estío.
Los que parecían no llegar nunca.
El espíritu de la niña que fui hace alrededor de 16 años se apodera
subversivamente de mí y me transporta veloz al armario, a coger lo primero que
pille, digamos camisa amplia, shorts vaqueros y alpargatas, (tampoco hay que exagerar con la relajación) para lanzarme sin
dilación a la calle. En bici. En la cabeza, “Verano azul, grandes éxitos”.
Saliendo de casa, a la izquierda, la calle se pierde al fondo, tras el tunel, en el verdor de Volksgarten, el “parque
del pueblo”. El parque que no es un parque, que es un bosque. Lo admito, me da
miedo cruzar las vías del tranvia, y más las del tren. La bici es más alta de
lo que recordaba. Demasiado alta, aunque insisten los expertos en que asi ha de
ser. No sufriré lesiones de rodilla pero lo mío me cuesta echar pie a tierra.
El freno es duro. Viejo. Y chirria. Premio a la más retro.
Así que sigo el camino de arenilla roja, bordeado por frondosos árboles que
forman una sombría alameda. Ansiosa, paso bajo el puente y allí está.
Abriéndose en todo su esplendor ante mí. Poblado de animalejos varios y de
runners y ciclistas, y enamorados bajo las encinas, y familias tendidas al sol,
y un señor rasgando una guitarra española, y otro pescando. No sé yo qué
pescará, pero no voy a quitarle la ilusión.
Y allí exploro, descubro nuevos
caminos, me pierdo. Intento evitar el cementerio y quedarme en senderos
bucólicos, encantadores... Y luminosos, a excepción de la entrecortada sombra
de los árboles entre los que se filtra aquí y allá el rayo de sol
correspondiente. Sigo la corriente del riachuelo, y me detengo en cada imagen
de postal, en cada pedacito de cuento de hadas, pues los hay a montones. Se detiene el tiempo. Pasan
volando las horas. Sin darme cuenta. Sin móvil. Sin música. Sólo unos pedales,
la brisa entre el fru fru de las hojas, y yo.
Y los aromas. Recién llegados del rincón más olvidado de la memoria. Envolventes, sobrecogedores a veces. Aromas de veranos en el norte. Hace ya mucho tiempo. Verano con sabor a marisco y a las mejores ciruelas rojas que jamás han existido. Quizá porque era mi abuela quien nos las tendía en algún momento impreciso de la tarde perezosa. En unas escaleras. En una casa muy antigua. Marinera. Gallega. Aromas a otros veranos, más tarde, aunque aún siendo niña. Más al norte, en algún lugar de los Alpes franceses. Los primeros destellos adolescentes, los primeros periodos lejos de casa. Y otros veranos aún más adelante, en plena ebullición de los 14 años, en la campiña inglesa, con los primeros "hello" y las primeras lágrimas, y los primeros "bye bye" que empezaban a pesar. Aromas del recuerdo, que hacía mucho que no sentía. Quizá porque el mar lo envuelve todo en el sur. Quizá porque es difícil distinguir aromas en Madrid. Quizá porque hacía falta un lugar así para recordar.
Asi que continúo mi camino y brotan aquí y allá, picnics sobre mantelitos de cuadros. Y familias de aves
acuáticas varias se me quedan mirando al pasar por su lado. Cuando ya he dejado
muy atrás Boothaus, cuando he cruzado ya multitud de senderos, y me he
adentrado en lo más hondo del parque dejando que la naturaleza me rodeé del
todo, entonces me doy de bruces con un maravilloso e inesperado lugar. Se llama DeichGraf. Y es un restaurante, un emplazamiento privilegiado para eventos y un
Bier garten muy especial. Y caro. De modo que me quedo por las inmediaciones de
momento. La música flota suave y delicada en el refinado ambiente de la terraza
que da a un lago demasiado grande para que yo me lance a rodearlo a la carrera.
Pero perfecto para mi nueva amiga de 2 ruedas. Porque por ideal que sea
DeichGraf, lo verdaderamente alucinante es la atmósfera de ese lago.
Soy una chica de mar. Estoy familiarizada con las olas y las mareas. Con la
sardina y el boquerón. No con juncos y libélulas. Mi más intenso contacto con
los cisnes ha ido de la mano de Tschaikowsky. Pero hoy un cisne me mira. Dirige
su largo cuello hacia mi y me lanza una mirada entre curiosa y displicente, y
suelta un graznido que no tengo claro si es de pocos amigos o un “hola, qué
pasa”. Disfruto del delicioso espectáculo de unos patitos tratando de abrirse
paso entre los nenúfares, y observo caer la luz dorada sobre el estanque. Y me
gusta. No es el mar. Pero es agua al fin y al cabo. Podría acostumbrarme.
Caminos empedrados cubiertos por el musgo y una calma placentera y contagiosa que invade a
todo el mundo, humanos, flora y fauna. Si tan solo hubiera sitios asi en España.
España. No estoy segura de que la sensación de calma que se respira aqui
pudiera darse alli. Ni el respeto a la naturaleza propio del norte de Europa.
Ni el sosiego con el que se vive y se disfruta de las cosas.
Me resulta muy curioso que conforme pasa el tiempo, más echo de menos mi
querido país. Pero también me doy más cuenta del pie con el que cojeamos. Los
pies.
El otro día en la oficina tuve una reunión estupenda, repleta de ideas
nuevas, de diálogo, de proactividad y de creatividad. Y al finalizar, la lider
del proyecto en cuestión (una mujer, como tantas otras en Alemania con las que otra mujer puede trabajar sin miedo a que en cualquier momento le suelte un bufido) lanzó una perlita al aire que repito a continuación aun a
riesgo de remover los cimientos de la más básica filosofía española:
“Work does not have to hurt”
El trabajo no tiene por qué doler. El trabajo puede ser agradable. Puede
ser enriquecedor e interesante. Puede ser bonito incluso. El trabajo, amigos,
leed con atención, puede ser bueno. Sin obsesiones, ni dolor, ni pena, ni gritos,
ni malos modos. Sin sufrir. El trabajo puede molar bastante. Ojito.
Que levante la mano quien haya oido a un español decir algo asi en toda su
vida. No me refiero a esos grandes sufridos y sacrificados,
que toman el trabajo como una obligación fundamental en sus vidas, impuesta más por el yugo que por gusto, y piedra
angular de sus tristes existencias, que miran siempre con ojo crítico a todo aquel
a quien le guste hacer una pausa para tomarse un café. No.
Me refiero a personas que disfruten con su trabajo. Que se sientan
realizadas. Que les guste.
Cada vez que voy a España pongo la oreja, lo confieso, atenta a toda
conversación que revolotee a mi alrededor, en parte por cotilla, en parte por
la maravilla de entender a todo el mundo. Y siempre, sin excepción, vaya donde
vaya, hay alguien quejándose de su trabajo. Sea por horas, por salario, por
compañeros, o por clientes, siempre. Mal. Siempre.
Es increíble que sin estar separados por tantos kilómetros, Alemania y España sean
tan diferentes en esto. ¿No sería maravilloso aprender de la calma, la
prudencia, el sosiego de nuestros amigos teutones? ¿No sería bonito, cuando no recomendable
que los españoles empezáramos a ser un poco más... Tranquilos?
Más de uno, español hasta la médula, dirá que es muy fácil ser tranquilo
cuando el país, la economía, la política, el estado del bienestar, y la madre
que parió a la rana van bien. Que no lo es tanto cuando la situación es
desastrosa.
Bueno, no puedo evitar preguntarme si alguien en nuestro país se para a
pensar alguna vez en que quizá, y sólo quizá, para salir de una situación desastrosa haga
falta, primero, estar tranquilos, sosegados, y ser, por primera vez en nuestra
historia nacional, prudentes.
Pero en fin, qué puedo decir. Esta es mi opinión.
Y esto no era más que un alegato en defensa de algo que he aprendido a apreciar, a valorar y por encima de todo, a practicar, después de más de un año aquí...
La calma.