sábado, 23 de noviembre de 2013

Meditación sobre el frío



„Cuando el Grajo vuela bajo, hace un frío del carajo”

Pero del carajo, eh.

Mientras Facebook hierve a base de comentarios de todo madrileño viviente que ronda por la red, una vez que el termómetro en la Villa ha bajado de los 15 grados, aquí en Düs empezamos a escudriñar el cielo, no vaya a ser que le dé por soltarnos una nevada precisamente del 15, así como quien no quiere la cosa.

Y es que son días de frío. Y para una malagueña como soy yo, por muy internacional que me crea, es duro.

Porque el frío entumece los sentidos, y a veces se diría que hasta el corazón. Porque son días de no ver el sol. De oscurecer a partir de las 17h. De cielos plomizos y de estremecimientos repentinos. De reflexionar con la mirada cruzando una ventana empañada, mientras el mundo parece detenerse alrededor. Y de recordar con nostalgia y un poco de angustia cuando todo era más alegre. Más cálido. Más…luminoso.

Por eso. Porque son días de frío, he decidido que en esta noche de pies con calcetines, edredones varios , melodías de piano y luces indirectas; voy a buscarle el lado bueno a esto de la congelación. Porque todo indica que con ánimo o sin él, se aproxima el largo invierno alemán. 

Así que alegría y olé. 

Ese es mi estilo. Y estas son mis conclusiones.

El frío invita a la intimidad. A conversaciones al calor de un hogar. O del primer radiador que pilles por delante. A refugiarse de un aguacero en el bistró de la esquina. A beber vino tinto y a hablar. Hablar mucho y en voz bajita. A contar historias y a sincerarse. A escuchar. A juntarse. Porque es que hace frío. 

Y en este plan estás cuando, esperando un tranvía, aparece un buen amigo con el que hace tiempo que no hablas. Y congelados, intentáis que a golpe de baile de pies y de soltar humo por la boca se os pase rápido el mal trago. Y habláis en cuestión de los 25 minutos que tardáis en llegar a la oficina, de todo. Y no se finge ni una sonrisa que no se sienta porque en fin, amigos, hace frío.  

Me gustan las conversaciones de tranvía. Es en esos momentos cuando escuchas frases que recuerdas sólo para repetirlas. De esas que viene tan bien oír en mañanas de frío Frases que te hacen abrir los ojos como platos. Que te hacen despertar por sorpresa. De esas que te hacen ver tu realidad, de repente, desde otro ángulo. Frases como "No hacen más que repetirnos por todas partes lo afortunados que somos por tener esta oportunidad. Nos lo dicen, nos lo creemos y lo repetimos. Pero a veces todos olvidan, y eso nos incluye a nosotros, que esto no es sólo cuestión de suerte. Nos lo hemos ganado. Hemos peleado y no nos hemos rendido hasta llegar aquí."

Es lo que me gusta llamar momento-de-revelación-friolera.

Otras charlas no te revelan nada. Únicamente te hacen recordar. Porque el frío es al recuerdo lo que la uva al queso. Ensalza su sabor. Así que ahí estás con tu gran amigo, de vuelta esta vez del trabajo- Porque en el universo del yupi estresado uno sólo habla de camino a la oficina o a casa- Muertos de frío y a paso ligero. Y la verdad, lo que menos te apetece es abrir la boca porque la cabeza te va a estallar, así que cuando se pone a hablar, te hace un gran favor. Porque por un instante te olvidas de los líos del día, del estrés o la frustración de la jornada, de la bronca de turno con tu pareja o con tu familia. O contigo misma. Total que te olvidas de todo, y sobre todo del frío. Entras en el universo de la otra persona, que a veces te interesa más y otras veces menos. Pero si tienes suerte puede que el universo en cuestión sea una locura entre tierna e inmadura, que te teletransporte momentáneamente a tus años mozos. Cuando la cosa iba de a ver quien te llamaba o te escribía. O de por qué el teléfono no sonaba esa tarde. Porque en el peculiar universo de los solteros, sobre todo a partir de cierta edad, uno siempre se debate entre el "eh, eh, eh que no tenemos nada, no te flipes" y el "mira, es que yo ya no estoy para tonterías". Y fíjate tú que se te había olvidado.  Hasta escuchar la incontinencia verbal de tu amigo.

Y de repente, por fin estás en casa.

Es curioso, pero este tiempo, esta ciudad, me están haciendo efectivamente recordar. Recordar cosas de mí. Cosas que me gustan. Cosas que había olvidado. Y descubrir cosas que no sabía.

Como lo que me gusta el sonido de mis libros y agendas varias-Oh si, porque se acerca el año nuevo- al caer sobre el asiento de en frente. Junto con el bolso, paraguas, guantes, pashmina y de vez en cuando alguna que otra bolsa más. O como la sensación, al salir del templo de cristal donde prácticamente vivo, del cambio de temperatura. El aire puro que no había en Madrid y que me lleva al récord de otoño sin catarro. Lo bien que sienta el deporte. Leer. Leerlo todo, acabar con cada uno de los libros de tu estantería aspirante a biblioteca. Y seguir leyendo. Y acercar la nariz a sus páginas, y el oído al pasar al siguiente capítulo. Como la soledad. El silencio. Como mirarte al espejo una mañana y saber quién eres, porque has dedicado un tiempo a pensarlo, y no corres simplemente de un lado para otro como alma que lleva el diablo. Como las personas que quieres de verdad. Como lo que en realidad le pides a la vida.

Total que el frío acecha por doquier, y las luces empiezan a invadir Düsseldorf. Los mercadillos navideños están a punto de abrir, y las calles paradójicamente a las temperaturas, están a rebosar. Todo el mundo sonríe y mira escaparates, sin duda con la mente puesta en el 25 de diciembre. Abren tiendas nuevas, como Primark en Shadowstrasse. Apetecen tardes de centro comercial en Karstadt , que cada día me gusta más. Y cafés en WoytonStarbucks a reventar con colas kilométricas. Imposible intentarlo.

Son días de frío y nostalgia. Y de noches perfectas. Esas noches de cine clásico. De caras con ángel y de estudio meticuloso de maravillosos sombreros retro que te quedarían de morir con este o aquel abrigo. Noches de Charada, y de un gato al que llamas "Gato", roncando a los pies de la cama, y que, jurarías,  es más amigo tuyo que de sus propios dueños.

Días de ponerse a estudiar. Tal como lo leéis. De pillar por banda cada día un texto en alemán y no cesar en el empeño hasta comprenderlo. Días de mucho trabajo. Y cada vez más fascinante. Ese en cuyas redes a veces uno tiene la suerte de caer. Y días de proyectos nuevos y de reuniones con compañeros y jefes. Personas,  cada una diferente, con algo que aportar, y de las que aprender aún más.

Y días de viajes. Porque mañana a las 5 de la mañana saltaré de la cama para descubrir una nueva ciudad, Bruselas. Y me alejaré por unos días de esta realidad. Y también de la que dejé en Madrid. Me alejaré, si. Y tomaré una nueva perspectiva a base de gofres, mejillones, chocolates, y una nueva cerveza. Y sobre todo a base de horas de compañía femenina, de sauna y tiendas y mucha, muchísima calma. Eh. Y de vino, claro.

Así transcurren estos primeros fríos. Entre meditaciones y encuentros varios. Con la vista puesta en un cumpleaños que se aproxima sin prisa pero sin pausa, y en la navidad ya a la vuelta de la esquina.

Dejando patente una vez más el poder imperturbable del tiempo. Que nos atrapa y nos arrastra a su antojo. Sin que podamos luchar por alterar en nada su curso. Inmune a nuestros deseos, nuestras esperanzas y nuestros miedos.

Como si el frío no fuera suficiente.


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