martes, 26 de noviembre de 2013

De vísperas va el juego

De oca a oca y tiro porque me toca

Extraña frase la que me viene a la mente a la hora de empezar este post tan especial, una vez más en la víspera de un día importante. Sólo en vísperas escribo últimamente.


Creo que se debe a que no paro. Es la sensación que tengo. Y la sensación que, me consta, transmito. Estoy corriendo. No dejo de correr. Pero ¿Hacia dónde? Seguramente hacia el fin de esta experiencia. 


Corro sin parar, intentando vivirlo todo, sentirlo todo, disfrutarlo todo. Rápido, rápido. Porque el fin, aunque aún muy lejano, sin embargo se acerca. Es así, no podemos parar el tiempo. Y todo terminará un día.

¿Y después? Después la incógnita de nuevo. El no saber. El vértigo. Miedo a que todo se estropee de nuevo. A que lo vivido no sea más que un sueño. A que no haya oportunidades más adelante.

Dicen que sólo una pequeñísima parte de los miedos que albergamos en nuestro corazón llega a cumplirse. Pero eso nunca nos ha hecho dejar de asustarnos, ¿Verdad?

Por eso, simplemente, corro.

Dado el título del presente post, he de centrarme sin embargo en los dos puntos que quiero compartir hoy con vosotros. Empezando por el primero. El que dejé en la víspera de mi partida.


Porque el sábado tomé un tren y aparecí en Bruselas. Y de ello he de hablaros hoy.

Así que cogimos un tren a las 7 de la mañana. Uno que debíamos cambiar por otro en Colonia. Comprobamos que es cierta aquella moda de vivir la noche en Düs para volver a su vecina sólo al llegar el alba. Cerveza en mano de hecho. ¿Cómo beberse una cerveza a semejantes horas?Ni idea. Pero es lo que vi. 

Llegamos a Bruselas cuando la ciudad aún despertaba, y directas fuimos a degustar unos gofres para los que no tengo palabras. Disfrutamos como niñas y nos empezamos a dejar llevar por esa ciudad, mitad París, mitad Ámsterdam, a pequeña escala. Una de las cunas de la Unión Europea. Y una ciudad literaria. Porque si hay algo que le guste a Bruselas, son los libros. Los encuentras por todas partes. En los bares, en los coquetos restaurantes que abundan en cada esquina, en las antiguas galerías forjadas en hierro y cristal plagadas de detalles art déco, que huelen a antiguo y a misterios. Hasta en ciertos ascensores forran las paredes con libros. Es literaria, si. Y fría y húmeda como la mayor parte de Europa. Dos lenguas confluyen en perfecta armonía y todo el mundo habla inglés con fluidez. 

Empecé a escribir estas líneas a bordo del tren Thalys, de vuelta a la oficina el lunes entre gallos y medias noches, mientras mis 2 acompañantes , exhaustas, no abrían el ojo salvo que el revisor asomara la cabeza en busca de posibles listillos sin billete. Y yo me dedicaba entretanto a recordar. Cada sabor, cada imagen, guardados a buen recaudo en el fondo de mi mente y de mi corazón. Como una inusitada cena improvisada a base de delicias marítimas gracias a Noordzee, sentadas en las escaleras de un viejo tiovivo casi a 0 grados. Como quitarnos las botas tras un día de infinitas caminatas, y disfrutar de una botella de vino que nos esperaba en nuestra más que confortable alcoba. Como la deliciosa costumbre de dejarte probar el género en cada chocolaterie, y los pralinés y la compra de macarrons en Darcis por simplemente no poder resistirme al nombre, recordando al Sr de similar nombre, espada en mano y a las órdenes de Jane Austen. (Sin remedio. Si.) Y la piel de gallina en el Parlamento Europeo. La Comisión. Y el Consejo.

Y mientras esperaba, paciente, cruzar la frontera alemana, y las luces del exterior empezaban a inundar el vagón, una sonrisa se dibujó en mi rostro. Porque hay lugares de los que te marchas sabiendo que algún día volverás.

Y Bruselas es uno de ellos. Eso es todo.

No obstante, me queda algo más en el tintero. Algo que cada 27 de noviembre me hace sonreír y volver a ser niña por unas horas. Algo que me hace pensar “Cómo hemos cambiado”.

Porque mañana, concretamente en 10 minutos, hará exactamente 10 años que cumplí la mayoría de edad.

Salía de la adolescencia a marchas forzadas. Había llegado a Madrid hacía dos meses.


Era más idealista, más romántica si cabe, años luz más inocente, y creía más en mí. Llevaba faldas de tablas que bien habrían podido ser cinturones y calentadores, y el pelo caía muy largo y aún más rizado sobre la espalda. Dibujaba. Leía a Victor Hugo, a Marguerite Duras y a Baudelaire a punto de llorar, siempre preguntándome si no debería haber decidido irme a París. Si no habría escogido Madrid por pura cobardía. Si no me habría equivocado en todo. Recordaba aún muy cerca los años de colegio, los rostros familiares, las amistades de la infancia, los primeros amores. Recordaba la despedida de mi ciudad natal. La que tanto había criticado, y la que tanto añoraba. Recordaba cuando todo era más fácil. O quizá no. Pero más seguro. Recordaba el mar.


Tenía toda la carrera aún por delante. Una ciudad aún desconocida, tan enorme como acogedora pero que aún no dominaba ni por asomo. Tenía aún que experimentar caídas que me dejarían malherida, y subidones de adrenalina como no creí que existirían. Tenía aún que sentir la traición, la pasión, la locura, la amistad de verdad, fraguada en mil batallas y el amor infinito que sólo puedes sentir después de haber visto mucha, mucha porquería. Tenía aún que decepcionarme a mí misma y perder la fe, para volver a crecer más fuerte. Más dura.


Estaba justo en un momento muy parecido al que me encuentro ahora. Acababa de pasar una guerra. Había ganado. Atrás quedaba una ardua encrucijada de caminos y había tomado mi decisión. Para bien o para mal. La suerte estaba echada y todo había comenzado ya. Pero no podía ni imaginarme lo que habría por delante.


Me pregunto si ahora tengo acaso la más ligera idea. Quizá, lector, tú también te sientas un poco así.


Porque hace tiempo que dejamos atrás los dulces años universitarios, ¿Verdad?


Hace tiempo que cambiamos los colegios mayores por pisos compartidos, o a solas, o con pareja. Que sustituímos los minis, cachis, litros o metros los más osados, por vino blanco y gin tonics en copa de balón. Hace mucho que no nos escondemos chuletas bajo la falda, y que no chapamos hasta las tantas tomos casi bíblicos de Albaladejo, Bustos o aquel otro que no recuerdo. Hemos pasado a estudiar como locos webs corporativas, que nos importan el mismo pimiento que aquellos tochos.  Ya no lloramos en las revisiones, ni vamos a exámenes sin dormir, ni cargamos con carpetas a reventar de apuntes ajenos, alguno propio, y quizá también alguna notita de amor. Ahora nos vestimos con trajes, tacones medianos para aguantar el día, y pasamos entrevistas.


Pasamos hace tiempo del “¿Por qué no llama?” al “Nadie me llena”, y algunos, los que hemos tenido suerte, al “Lo encontré”. Hemos dejado atrás el no querer mirar más allá del amanecer siguiente para empezar a pensar en el futuro. Nuestra atención ya no se centra en armarla cuanto más mejor, o en luchar por lo que creemos justo, organizando manifestaciones contra el orden establecido o presentándonos a elecciones varias, sino en llegar a fin de mes y ahorrar un poco. Los planes de pensiones han empezado a cobrar sentido ante nosotros y empezamos a plantearnos dejar de invertir en copas. O en zapatos.


Hemos descubierto que las resacas empiezan a pesar. Que los chicos de 30 son tan lelos como los de 20. Que hay cosas que son imposibles sin más. Y que a veces es mejor que lo sean.


Atrás quedan carreras contra reloj a las 8 de la mañana por Ciudad Universitaria por llegar por una vez a la primera hora, niebla y rostros de frío a tu alrededor. Atrás quedan semanas en las que sólo descansabas los lunes, y porque no había nada abierto, los otoños de reencuentros, los febreros fatales y los delirios de grandeza. Los mocasines, los leotardos y las trencas. Las tardes en aquella cafetería...


Hemos aprendido que más vale un par de zapatos buenos que 100 malos. Que a la larga preferimos calidad a cantidad. Que la crema antiarrugas es por prevenir. Que la vida es algo más que juerga. Que ganarse el pan es muy duro.


Nos han repetido en estos años, hasta la saciedad, lo afortunados que éramos. Que lo teníamos todo. Que nos comeríamos el mundo.


Y nos han dado hasta en el velo del paladar.


Y ahora, al principio del fin de esta década de años jóvenes, locos, de autodescubrimiento, de errores garrafales y de grandes aciertos… Bueno, aquí estamos.


Portamos nuestras cicatrices con orgullo. Somos fuertes, y nuestras ideas empiezan a estar claras.


Quiero pensar, lector, que hemos conseguido convertirnos en algo parecido a “adultos” en este viaje.


Y digo “algo parecido” porque todo el mundo habla de la madurez como si fuera un “must” a conseguir de los 20 a los 30. Sin embargo, la verdad es que no conozco a nadie que lo haya logrado. Me encanta decir a esa amiga que no sabe qué hacer y cuya imposición moral de madurez aplasta su ánimo hasta el infinito, “Nadie ha dicho que tengamos que ser maduras.”


Pero quizá sí adultas.


¿La diferencia entre ambos conceptos?


He llegado a la conclusión de que ser adulta para mí significa haber aprendido a jugar. En su juego. Con sus reglas. Ganar en su terreno. Y hacerlo magistralmente.  

Sobrevivir.


¿Pero madurar? ¿Convertirnos en uno de ellos?


Eso nunca.


28 años. 

Es tiempo de ser adulta, si. Porque sólo entonces tendré la oportunidad de ser la mujer que yo deseo llegar a ser. Pero cortar el vínculo con lo que me ha llevado hasta aquí, olvidar de dónde vengo, quién he sido, olvidar lo que pensaría de mí, mi yo de 18 años recién cumplidos si me viera ahora… No entra en mis planes.


Y tú lector, ¿Has tomado ya tu decisión?


Jugador o vendido.


¿Qué vas a ser?


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