martes, 29 de octubre de 2013

El efecto burbujeo





"No creo haber bebido jamás champagne antes del desayuno. Con el desayuno en varias ocasiones, pero nunca antes." - Desayuno con diamantes-

El efecto  que buscaba con esta entradilla tenía más sentido el viernes, cuando redacté las primeras palabras que aquí encontráis.

Porque el viernes desayuné champagne. En la oficina. Y sus burbujas aún hacían chiribitas en el instante en el que me dispuse a empezar el presente post, y daban coletazos, combinadas con los restos de cafeína de las 8 de la mañana.

Se diría que los alemanes no son tan estirados como los pintan, ¿no?

Bien es cierto que se trató de una excepción con ocasión de un premio recibido con orgullo por nuestro flamante departamento jurídico, a raíz de un largo proceso de modificaciones estructurales en el seno de nuestra muy amada empresa. Y que 15 minutos después, ciertamente, el festejo daba paso a una reunión 100% germana en la que aún no consigo entender cómo mis colegas pudieron olvidar tan rápido el "efecto burbujeo". 2 horas de reunión. Y yo con las burbujas.

Burbujeante también es la sensación que uno tiene los viernes. Burbujeante expectación de los currantes por irse directos a la cama, de los solteros por descubrir lo que pescarán el fin de semana, y de los enamorados por las noches a la luz de las velas.
 
Burbujeantes viernes sí. Días de blog, de sonrisa permanente, de "Schönes Wochenende" y días de... Viajes.

Porque era viernes cuando empecé este post queridos. Pero la inspiración se me escapó al cabo de 10 minutos. Y me fui a España. Madrid por fin. Hasta el lunes por la tarde. Y, como no, hasta arriba de planes, de reencuentros y comilonas varias. Y de copas bien puestas. Eso también.

Todo lo cual nos lleva al día de hoy, martes, día en el que, sin copas ni nada , me dispongo, por fin, a hablaros del efecto burbujeo.
 
Porque ese es el efecto que en mí tiene la bella, eléctrica, complicada, intensa, hilarante y tantas veces incomprendida, Madrid.

Burbujeo es lo que se siente al volver al hogar. Y lo que revolotea en el estómago minutos antes de un encuentro en el aeropuerto. Es también eso que quema, que aparece desde los infiernos más profundos que llevamos dentro, cuando estamos a punto de explotar y armar la marimorena. Y cuando, de hecho, la armamos.

Está ahí también cuando toca el timbre el primero en llegar a tu fiesta. Y cuando decides que aunque lleves 2 días durmiendo apenas 4 horas, hoy sales sí o sí. Hasta los churros. Si tu compañero aguanta.

Está ahí cuando te percatas de que estás rodeada de amigas que parece hacer lustros que no veías juntas y con un veloz movimiento digno del Cirque du Soleil, te las apañas para agarrar la copa, abrir el bolso, sacar el móvil, encender la cámara, visualizar a un incauto, poner tu mejor sonrisa y en menos de 3,5 segundos, a voz en grito proclamar “¡Fotoooooooo!!!!!!!”

También está ahí cuando por el rabillo del ojo adivinas un requiebro. Un cortejo. Un tonteo. Uno de esos que duran y duran y duran, que parecen eternos y que ni pa lante ni pa atrás. Pero que hacen que tu amiga sonría y que tú pienses “Qué bonito sería…” Y así seguimos años después. Y que no espabilan.

Burbujas por la cara de enamorado. Y por los paseos por Madrid. Por las resacas y los desayunos en la cama. Por los sándwiches con mantequilla. Por los desbarajustes. Por las peleas y los celos, y el “no te entiendo”. Y el “para siempre”.

Burbujas por los abrazos que añoras, los mimitos que te faltan y esa mamitis aguda que no te la quita nadie.

Burbujas por doquier cuando en pleno barullo, te pillo mirándome. In fraganti. Descarado. Cuando te digo tonto. Cuando me dices guapa.

Burbujas, amigos. Cuando recuerdas un diálogo en pleno chunda chunda a medio camino de lo real y lo imaginario. Uno de esos del tipo… “-No me sigues el ritmo. – Guapita, yo inventé el ritmo.- Eso fue en el año 2000. En 2013 estás mayor”.

Burbujas sí, cuando abrazas y besas y lloras y ríes sin parar, porque en cuestión de 72 horas has de concentrar cuanto vivirías en 3 semanas.

Burbujas cuando pones al día a todo el que pillas por delante, por si acaso no os volvéis a ver en siglos. Burbujas cuando llegas, y burbujas al marcharte.

Burbujas distintas, pero al fin y al cabo, burbujas.

Así se resume este paréntesis madrileño. Burbujeante. Porque Madrid sabe a Gin Tonics de los buenos y a arroces con bogavante, y a callos. Madrid huele a otoño incipiente, a castañas que aún no han salido a la calle y a humo. Suena a Pereza, a  Hombres G y a Modestia Aparte. Y a motores de niñitos que se creen los reyes de la ciudad.

Madrid. La más canalla y la mejor amiga. Cosmopolita, internacional y profundamente española. Enorme y acogedora. Tan abierta pero tan nuestra. Tan de todos. Tan mía aunque no naciera allí. Pero sobre todo nuestra. N-U-E-S-T-R-A.

Hoy martes, aún recuerdo los ecos de las burbujas. El vaivén de las emociones, todas juntas, apelotonadas, que apenas dejan respirar. Veo aviones desde la ventana del despacho. Y la tentación siempre está ahí. Echar a volar y volver sin dilación a lo seguro. A lo añorado.

Pero entonces no habría burbujas. Porque sólo un cierto grado de incertidumbre, de peligro, y en fin, de aventura, puede crear un verdadero efecto burbujeo.

Y sin burbujas, ¿qué gracia tendría?

Hasta que vuelvan, llenaré las horas de nuevas aventuras. De momentos a recordar. De esos que merece la pena dejar por escrito, para que no desaparezcan, para que no se evaporen con el paso del tiempo.

Sólo os pido un respiro para volver a la batalla.

Sólo un breve tiempo para readaptarme a la vida sin burbujas. O mejor. A la vida en expectación constante ante nuevas e insospechadas burbujas. Esas que llegarán en menos de lo que canta un gallo. Esas que esperaré con hambre de lobo.

Esas que, os recomiendo encarecidamente, viváis. Regodearos en las burbujas cuando den la cara, amigos, porque  no siempre estarán ahí.

Como decía. Hasta que vuelvan.
 


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