jueves, 20 de febrero de 2014

Santuarios

5. Sin bromas. 

5 veces he comenzado a escribir este post en las últimas 3 semanas. 5 intentos infructuosos. 5 caídas. 5 buhs acumulados a mi espalda de quiero-y-no-puedo-escribir.

5 comienzos. 3 semanas de robarle tiempo al tiempo.  De tecleo rápido, nervioso, al ritmo de las agujas del reloj. De darle compulsivamente a la tecla Del. De agarrar la pluma cual Santo Grial. De garabatear sobre el cuaderno oficial. De cerrar de golpe el cuaderno oficial. De notas en el Iphone un segundo después de una mirada, de un instante con algo que merezca ser recordado. De palabras en la agenda al despegar de la ciudad de turno. De Madrid. De Viena. De Barcelona. Conceptos inspirados por un viaje reciente, con la melancolía a flor de piel. Textos inconexos en hojas de ira, arrancadas de un bloc de la empresa, en una mañana furiosa.

Hasta hoy. Ya vale.

Porque hoy es jueves amigos. Antaño conocido como juernes, y que actualmente merece la distinguida consideración de primer día de la semana con la tarde libre. Hoy, además, se da una curiosa circunstancia. Llueve. No pongáis esa cara. Esa expresión de incredulidad en vuestros rostros somnolientos en el metro de Madrid, o en la oficina a las 8h30 (hora a la que, seamos honestos, no trabaja ni Dios en nuestro amado país), o en la cama antes de apagar la luz. El tiempo ha hecho un pacto con nosotros este año, otorgándonos la gracia de un invierno alemán más que benévolo, del que no hay queja ninguna, y que esta mañana me ha permitido esperar el S-Bahn cual auténtica lagartija, petrificada ante los cálidos rayos de sol con los que hemos amanecido en Düs.

Pero para ser sincera, Düsseldorf es mejor con lluvia. Al menos a ojos de mi alma de artista frustrada. Y esta tarde, como decía, llueve. A cántaros. He corrido al salir del tranvía mientras le echaba un ojo furtivo al local de cata y venta de vinos que cada día de la semana me llama a gritos y que aún no he probado. He llegado empapada a casa, y aun así con la firme idea de disfrutar como una cría de mi tarde de jueves. En mi linea. Con letras y vino.

Así que he llegado a casa a una hora razonable por primera vez en toda la semana, y lo que es más importante, con una hoja 100% en blanco por delante. 0 planes en las próximas 3 horas. 0 teléfono. 0 carreras. 0 conversación. 0 personas. 3 horas en las que sólo cuento yo. Sólo mías. Qué sensación.

Y mientras me he descalzado los tacones de 10 cms que ya se han convertido en el pan de cada día, y casi al tiempo he descorchado la botella de Sauvignon Blanc francés que me esperaba amorosamente en la nevera, me he puesto a pensar en algo que ya cruzó por mi mente ayer, en algún momento entre las miles de clases de alemán,  las llamadas que deben hacerse si o si, el cuidarse un pelín, las horas justas de sueño, la empatía, la cantidad de alimentos suficientes para subsistir, y los 3 o 4 proyectos en los que participo al mismo tiempo en el trabajo. Y he puesto el CD en el reproductor (Porque sigue habiendo personas que regalan CDs). Y con el primer sorbo ya sonaba el espíritu flamenco. Y he colocado la tabla sobre la mesa, sacado los tomates, el aceite de oliva, el pan, el ajo. Y mientras la batidora hacía su trabajo, trasladándome momentáneamente a mi lejana Andalucía, con la que mantengo, diría, desde que nací, una extraña relación de amor-odio, he reflexionado sobre un concepto tan importante y necesario, como a veces, olvidado, en multitud de situaciones vitales, y más si cabe, en caso de que consideréis marchar hacia un país extranjero.

Las agarraderas.

Lo decía mi madre. Ahora lo digo yo. (Es tremendo ¿Existe alguna mujer en el mundo que no  acabe pareciéndose a su madre?) En la vida conviene tener agarraderas, herramientas que te saquen de un apuro existencial, sentimental o simplemente anímico.

Sé que hay personas que carecen de imaginación. Personas que no conocen el concepto de plan b. Que no otorgan a la adaptabilidad de espíritu la más mínima importancia, y que se llaman a si mismos , con orgullo o pudor, inflexibles. Intransigentes diría yo. Intolerancia a la frustración, diría, otra vez, mi madre. Ahogarse en un vaso de agua, dirían los clásicos. 

Si, te hablo a ti, palurdo sin agallas. A ti, triste de las narices. Y a ti, a quien el jefe grita día si, día también. A ti, que no consigue el aumento que cree que se merece. A ti, el que no se liga a la chica inalcanzable que se contonea cada día en la biblioteca de la facultad. A ti, también, que soporta más de lo que a a veces cree que puede. A ti, héroe cansado. A ti, a quien el mundo se le viene encima. A ti, que no aceptas tu realidad, que no puedes con ella, que la rechazas con todo tu ser.

Una agarradera es lo que hace que un día de mierda se transforme en una ventana abierta, con oportunidades inesperadas. 

Lo que convierte un campo de batalla en un santuario. Tu santuario.

Cuando te has mudado más veces de las que deseas recordar, cuando cambias de escenario cada dos por tres, y en cada ocasión se impone, de nuevo, una adaptación a marchas forzadas, cuando te sacas a ti mismo las castañas del fuego más de la cuenta, necesitas agarraderas. No es la única situación, claro. Hay muchas y muy variadas. Algunas en las que el desastre es real. Otras en las que sólo está en la mente. Pero en cualquier caso, y por las razones que fueren, son escenarios sangrientos, que destrozan tu alma a la menor ocasión. Y si no abres bien los ojos,  resulta tan fácil dejarse abatir... 

De ahí la agarradera de turno.

No me malinterpretéis. No hablo sólo de aficiones, aunque el hecho de que resulten agradables es condición sine qua non. Y desde luego no se trata de cosas que vengan hechas desde fuera. Aunque alguna sin duda puede ayudar, pero ha de ser algo tuyo. Independiente de cualquier otra persona. 

Tuyo. Y de nadie más.

A veces,  se trata de pequeños gestos. A veces una simple sensación basta. 

Como la de descalzarse tras 9 o 10 u 11 horas  tirada en la calle. 

Como la canción adecuada en el momento justo. 

Como la bendita soledad cuando no te aguantas ya ni a ti misma. 

El primer sorbo a la copa de tu vino favorito, tras el que todo se ve con otra perspectiva. Brebaje helado. Pócima mágica. 

La frase justa en una noche de lluvia de ese Dios que consideras TU escritor, llegado a la tierra sólo con el propósito de dejar su huella en ella a través de sus libros, que subrayarías de principio a fin por lo glorioso de su prosa, y que lees con angustia, avidez, una lágrima o una sonrisa de lado, pero siempre cual textos sagrados, y con la solemnidad que requieren.

Escribir tras semanas sin hacerlo, y sentir cómo salen las palabras que creías olvidadas, a borbotones. Frenéticas. Sin parar.

Una película de Audrey Hepburn, o de Grace Kelly. Preferiblemente en la Riviera Francesa. O Italiana. Preferiblemente de los 50 o los 60. Preferiblemente con Henry Manzini al mando de la orquesta. Preferiblemente con Givenchy tras la aguja. O Dior. Preferiblemente con curvas peligrosas encaradas con destreza por la heroína, pañuelo anudado al cuello de cisne, gafas de sol descomunales,  look perfecto, a bordo de un descapotable imposible. Preferiblemente que te recuerden de lo que va el concepto de Dolce Vita.

El primer vistazo a tu armario de zapatos. Esos que usas tan poco. Tan especiales. Tan, tan, tan…

Hacer planes a largo. Planificar todo tu año. Con esa persona. Tu persona. Destrozar tu calendario a base de trazos, borrones, anotaciones y demás recordatorios, al tiempo que investigas ofertas de vuelos a lugares lejanos hasta encontrar el chollazo del siglo. Planes que te devuelven la ilusión, y que mantienen arriba tu ánimo. Un nuevo paso. Algo que anhelar. Expectación. Sin mirar atrás ni para tomar impulso.

Cocinar, tras días de comidas rápidas, y que te saben a poco, dónde el deleite es un lujo no permitido. Cocinar justo eso que te apetece, eso, cuyo aroma resulta tan familiar, tan cercano. Que inunda tu pequeño apartamento, devolviéndole la calidez, la sensación de hogar.

Meterte en la cama temprano, ordenador en el regazo (no disimules, lector, pocos placeres hay como este), con horas por delante para ver el número indecente de capítulos de lo que sea que te venga en gana. El primer roce de las sábanas. Dejarte caer sobre el colchón y no necesitar volver a mover ni un dedo hasta el amanecer siguiente.

El aroma a café por la mañana. Desayunar tranquila, durante horas. Tostadas con tomate y aceite de oliva. Zumo de naranja recién exprimido. Las noticias en tu idioma.

Los primeros rayos de sol de la primavera. Y percatarte de que a las 18h aún es de día.

Jazz una noche de viernes.

Cerrar los ojos. Sólo un segundo. Recordar el mar. El sonido. El olor. Las olas del Mediterráneo.

Mirarte al espejo. Gustarte. Alucinar con que de repente te hayas vuelto tan mayor. Tan segura. Con saber sobrevivir por ti misma. Con parecerte tanto a esa mujer fuerte, independiente y autosuficiente que siempre quisiste ser. Aunque duela a veces. Aunque no sea fácil.

Y así, hasta el infinito. 

Uno necesita agarraderas. Santuarios.

Agarraderas que proporcionen en cualquier lugar y en cualquier momento, aunque sea durante unos segundos, un remanso de paz. Un hogar improvisado en un lugar extraño. Un refugio de la tormenta. Una isla desierta dónde sólo cuentes tú.

Así que en vez de detenerme en cada experiencia que he vivido en las últimas 3 semanas, esta ha sido la lección que he querido compartir con vosotros en el día de hoy. 

Porque es una lección difícil de aprender. Porque es bueno que alguien nos refresque la memoria de vez en cuanto. 

Porque si  a mi no me la hubieran recordado, no estaría hoy aquí.

Una lástima no contar con chimenea en una noche tan prometedora, amigos.

Bis später!