miércoles, 26 de marzo de 2014

Equipaje de mano

Cuando te enseñan a esquiar, la primera lección que debes aprender es cómo situarte de acuerdo a tu centro de gravedad. Porque querida, – en palabras de todo clásico profesor extranjero, morenazo, vivalavida y con algo de Freud que se precie- contra la gravedad, no puedes luchar.

G-R-A-V-E-D-A-D. Una  fuerza invisible que te ata a la tierra que pisas, lo quieras o no. Sin negociaciones. Cual cláusula abusiva en unas condiciones generales.

Se sentirá usted atraído por la tierra bajo sus pies. Siempre, sin ninguna excepción, independientemente de cualquier duda, temor o vacilación por su parte, caerá usted. Hacia abajo.

Y si no te gusta, te aguantas.

Si las indicaciones del tal profe son correctas, dependiendo de si encuentras, entiendes y respetas efectivamente tu centro de gravedad, te mantendrás en equilibrio, bajando a toda pastilla por cualquiera de las interminables pistas que recorren las montañas del mundo.

En caso contrario, probablemente, y disculpad la jerga, no despegarás el trasero del suelo (y ya sabéis lo fría que es la nieve), te comerás a más de un transeúnte inocente, es posible que te rompas más de un hueso y puede que acabes provocando aludes varios.

Bueno, obviamente una semana en Andorra, intentando no romperme la crisma a la menor, ha influido en estas reflexiones.

Pero no me diréis que no percibís el jugo de la cuestión, amigos.

Porque la cuestión siempre es, dada la controvertida, rebelde, y bastante inconsciente  naturaleza del ser humano, ¿Queremos o no encontrar nuestro centro de gravedad?

¿Queremos quedarnos pegados al suelo, caiga quien caiga? ¿O preferimos a veces olvidar toda estrategia y precaución y dejarnos llevar simple y llanamente fuera de pista? ¿Qué pasa cuando queremos saltar, o echar a volar?

¿Cuándo es necesario soltar lastre? ¿Y cuándo echar el ancla?

Tras una semana de vacaciones con mayúsculas, de absoluta desconexión y de mucho esquiar y comer (y no forzosamente en ese orden), la vuelta a la realidad se presenta perezosa. La primavera que dejé tras de mi a mediados de marzo y que me ha acompañado todos estos días, se ha vuelto tímida en Düsseldorf, y no acaba de florecer. Los cielos andan plomizos, y el tiempo grisáceo. Tengo la casa hecha un asco y la añoranza pincha muy dentro.  Hacen falta ajustes.
Ajustes que, seguro, vendrán de la mano de copas de vino con una amiga. De conversaciones que acaban en abrazos. De grandes conclusiones inspiradas por demasiadas horas sobre los tacones. O quizá de noches de cine, una vez descubierta la web Düsseldorfer Filmkunstkinos donde, 100 años después de mudarme, he encontrado por fin películas en versión original, o mejor en OMU (Originalfassung mit Untertiteln),sin necesidad de desplazarme fuera de la ciudad. De Wes Anderson, y Grand Hotel Budapest, o Princess Grace, o Her, o Guillaume et les garçons à table. O quizá de nuevas inauguraciones como Vintage Fabric, un templo, como su propio nombre indica, vintage, que abrirá sus puertas este fin de semana y que no me pienso perder. O quizá simplemente de invertir media hora en tranvía sólo para llegar a Spanischer Garten, y poder comprar una fabada asturiana en lata, o un bendito Albariño.

En fin. Eso es la vida, creo. Un constante proceso de ajustes.

Porque al final siempre nos movemos en pequeños limbos de indecisión. Derecha o izquierda. Dentro o fuera. Arriba o abajo. Fuerzas que tiran de nosotros. Fuerzas que marcarán los caminos que seguiremos. Contra las que lucharemos. O no. Fuerzas que nos acompañarán a lo largo de la vida. Y que en inumerables ocasiones nos harán perder el equilibrio.

Todo lo cual nos lleva de nuevo al puñetero centro de gravedad de mi profesor de esqui.

Para respetarlo, a veces se necesitan anclas (o bastones). Pero, honestamente, si lo que deseas es pegar un brinco, la única opción que me viene a la mente es soltar lastre.

Lastres. Cargas. Anclas. Amarres.

No siempre es fácil distinguir en qué consiste ese extraño peso en nuestra espalda que nos corta el paso hacia la libertad, o ese je ne sais quoi en lo más profundo de nuestro corazón que nos hace agarrarnos con uñas y dientes a suelo seguro. Pero sabemos de su presencia, la sentimos, la constatamos. A veces se diría que nos aporta paz, alivio. Otras, límites infranqueables que nos llenan de frustración.

Es eso que a veces nos impide avanzar, los lazos que debemos cortar para crecer. Eso que otras, nos brinda un refugio, aplacando la tormenta, tranquilizando el espíritu por ser familiar, conocido, cercano.

A mi me gusta considerarlo nuestro equipaje de mano.

Todos llevamos algo de equipaje con nosotros. Cuanto más crecemos, con más maletas cargamos. Y cuanto más tiempo pasa, más difícil parece ser discernir de lo que se trata.

Cosas que llevamos dentro.

Valores, prejuicios, agallas, tradiciones, temores, sueños, inseguridades, ambiciones, complejos, esperanzas, experiencias, lecciones, inhibiciones, traumas, recuerdos, expectativas, creencias.

Cogemos impulso para saltar al siguiente nivel, cortamos una de nuestras cadenas para ser un poco más libres. Pero cuando el frío aprieta, y estamos perdidos y tenemos miedo y sentimos vértigo, agarramos el lacito más a mano para volver al suelo conocido, lejos de los salvajes vientos del destino.

La linea divisoria se estrecha mil veces, hasta convertirse en un borrón indistinguible en la bruma del no saber. Y en ese extraño limbo nos movemos, intentando decidirnos entre soltar peso y echar el vuelo o agarrarnos a un cabo como si nos fuera la vida en ello.

Venir a Düsseldorf ha supuesto muchas cosas. Antes y después de emprender la aventura.

Antes, tuve que cortar cabos, soltar lastre, y tomar impulso. Tuve que ir más allá de toda idea preconcebida, dejar un poco de mi atrás, para ser capaz de alzar el vuelo. Para ser valiente. Para poder partir.

Pero una vez aqui, también me he percatado de la esencial importancia de contar con un puerto donde tener el amarre. Donde regresar. Siempre es bueno tener un lugar al que regresar. Metafóricamente hablando. Porque ese lugar puede no ser tal. Puede ser una persona. Tu hogar está donde están tus seres queridos, escuché una vez.

Resulta muy curioso, ¿no? Una de las mil reveladoras contradicciones que me ha aportado este viaje iniciático mío.

Marcharme me ha hecho descubrir dónde mi barco tiene su amarre. Me ha enseñado a distinguir el faro. A orientarme en la tormenta. A encontrar mi puerto.

Moraleja. Que a veces tienes que tomar distancia del suelo, para ver el mapa al completo. Overview es la palabra que me viene a la mente. Una de esas que no acabo de traducir correctamente, y que uso tanto aquí que acabo colándola de tanto en tanto en mis charlas en español, para desgracia de mi lengua materna.

Y mi consejo es que en ese proceso de ascensión que si tú, lector, decides marcharte, experimentarás, abras bien los ojos. Y que te llenes de esa vista de pájaro que sólo la distancia aporta. Y que visualices bien tu centro de gravedad desde esa situación privilegiada.

Porque recuerda las palabras del sabio profesor de esqui. Contra la gravedad no puedes luchar.

Y por lo tanto, volverás abajo en algún momento.

Necesitarás nuevos ajustes. Una readaptación del peso sobre las espinillas.

Y para entonces, convendrá haber acumulado un buen equipaje de mano.
 




lunes, 10 de marzo de 2014

A través del espejo

We're all mad here. I'm mad. You're mad.”
“How do you know I'm mad?” said Alice.
“You must be”, said the Cat, “Or you wouldn't have come here.”


Siempre me he sentido atraída e inquieta a partes iguales por la historia de Alicia en el País de las Maravillas.

Un universo paralelo, oculto, abrumador. Un derroche de magia, un manicomio patas arriba y un escenario donde todo vale, donde uno puede ser quien quiera.


A lo largo de la vida, a veces nos parece vivir en el disparatado País de las Maravillas. A veces de forma involuntaria, otras dejándonos arrastrar con premeditación y alevosía. Y otras veces, más bien nos recordamos a nosotros mismos tiempo atrás, deformados, siendo personas extrañas, desconocidas, como si nos viéramos a través de un misterioso espejo.
Divertido, excitante, turbador, bochornoso. Tu País de las Maravillas puede tornar en lo más inverosímil, y disfrutarlo o temerlo sólo depende de ti.
O de tu yo a través del espejo.
Una época que ilustra como ninguna esta experiencia extracorporal, es el Carnaval.
En Düsseldorf, donde nada se deja al azar, hace tiempo que se dieron cuenta que el invierno es un hueso duro de roer, largo, tedioso y oscuro. Y haciendo gala del sentimiento de bon vivant que impregna toda esta ciudad, y con el fin de hacer más llevaderos los meses de frío helador, sus habitantes decidieron que la navidad sería mágica.
Y el carnaval, demencial.
Durante 5 días, los últimos del mes de febrero, cada año las calles se llenan de animales exóticos o imposibles. De criaturas mitológicas o terroríficas. De payasos, y piratas y princesas y caballeros medievales olvidados en las arenas del tiempo. De superhéroes y villanos. De espadachines y arqueros, y de dulces o no tan dulces doncellas.
Se llenan también de algarabía y alboroto, y de festejos hasta el amanecer. La ciudad es invadida por una legión de visitantes, incapaces de dejar de sonreir, o de cantar, y absolutamente dispuestos a resistir como mínimo hasta la cabalgata del Rosen Montag, cuando no hasta el martes...O miércoles.
La música tradicional de estas fechas suena alegremente, mezclada con versiones imposibles de canciones extranjeras- incluido un Viva España aqui y allá- y aderezada por litros y litros de cerveza y de sonoras carcajadas guturales que sólo los alemanes son capaces de arrancar.
Y tras días de semejante absurdidad, de sentirse en un universo paralelo, de volver a los veintipocos (incluso aunque cuentes treintayalgo), de perderte de tu grupo de amigos mil veces en los lugares más insólitos, de ser perseguido por individuos aún más extraños, y de ganar, hipotéticamente hablando, el segundo premio de disfraces de tu empresa, caperucita roja, alaridos de ánimo de compañeros, chiste en alemán y cesta de regalos mediante, después de todo ello, de repente, llega marzo.
Y marzo, que siempre ha sido puñetero hasta decir basta, este año decide portarse y traernos como un tifón y sin venir a cuento, una primavera anticipada.
Y empiezas a plantearte qué hacer con la cantidad indecente de abrigos que ha hecho que se te caiga el perchero de la pared. Pasas de las medias tupidas a las bailarinas sin calcetín (benditas sean). Abres las ventanas de par en par y empiezas a percatarte que alguien, además de individuos sospechosos, pasea por el parque.
Y te apetece volver a salir a la calle. Descubrir lugares nuevos. Ganar por goleada la competi de hamburguesas en What´s Beef, un auténtico oasis americano- clásica limonada incluida (muy Pinterest)- en plena Immermanstraße, el little Japan de Düsseldorf. Soñar con ir de una vez por todas a K21 y disfrutar de la obra  de Tomás Sarraceno, y de un cóctel en el idílico y aún sin conquistar Pardo Bar. Y de encontrar sitio en la coquetísima terraza de tu querido Bistro, ya preparada para los dias de asueto, con sillones vintage y mesas de madera decapada.
Y sales al jardín. Te sientas en las escaleras frente al camino de baldosas rojas. Gato se sienta a tu lado buscando una caricia que vaya bien con el rayo de sol que le da directamente en el costado. Sonríe como sólo los gatos saben hacer. Apetecen caña y patatas fritas. Inaugurar temporada. Y notas que tu organismo requiere urgentemente música española. Del sur.
Y cierras los ojos y te ves a ti misma una semana antes, cual cebolla por calles oscuras y frias. Y no puedes más que extrañarte ante el reflejo que el espejo del tiempo te devuelve en esta ocasión.
Porque si marzo ha llegado, significa que el programa llega a su ecuador. Y una vez pasemos la frontera, nos guste más o menos, y queramos o no enfrentarnos a ello, la realidad es que comienza la cuenta atrás. Con lentitud al principio sin duda. Y más tarde de forma precipitada, cuesta abajo y sin frenos.
Con la primavera llega el abandono de otro de los miembros, siempre internacionales, de nuestra pequeña camada. Otro que vuelve a casa.
La expectación por la Semana Santa. Las primeras ansias de verano. La operación bikini.
Y cuando menos lo esperemos, voilà. C´est tout.
De nuevo el curioso, curiosísimo efecto espejo. 
El reflejo devuelto a nosotros, de alguien que parece diferente. Extraño. Que hacía muy poco, acababa de llegar.
No contábamos con internet. Teníamos el miedo en las venas, pero mil ansias por descubrir la entonces desconocida Düsseldorf.  Despiertos, electrizados, embotados, confusos, atolondrados. Aún no podíamos creer que tuviéramos esta oportunidad. Apenas balbuceábamos 3 palabras en alemán. Y todo parecía un mundo.
Y de repente,decía, miraremos atrás.
Lo que somos hoy no será más que un recuerdo. 
Y nos observaremos de nuevo... A través del caprichoso espejo del tiempo.