Cuando te enseñan a esquiar, la primera lección que debes aprender es cómo
situarte de acuerdo a tu centro de gravedad. Porque querida, – en palabras de
todo clásico profesor extranjero, morenazo, vivalavida y con algo de Freud que
se precie- contra la gravedad, no puedes luchar.
G-R-A-V-E-D-A-D. Una fuerza
invisible que te ata a la tierra que pisas, lo quieras o no. Sin negociaciones.
Cual cláusula abusiva en unas condiciones generales.
Se sentirá usted atraído por la tierra bajo sus pies. Siempre, sin ninguna
excepción, independientemente de cualquier duda, temor o vacilación por su
parte, caerá usted. Hacia abajo.
Y si no te gusta, te aguantas.
Si las indicaciones del tal profe son correctas, dependiendo de si encuentras,
entiendes y respetas efectivamente tu centro de gravedad, te mantendrás en
equilibrio, bajando a toda pastilla por cualquiera de las interminables pistas
que recorren las montañas del mundo.
En caso contrario, probablemente, y disculpad la jerga, no despegarás el
trasero del suelo (y ya sabéis lo fría que es la nieve), te comerás a más de un
transeúnte inocente, es posible que te rompas más de un hueso y puede que acabes
provocando aludes varios.
Bueno, obviamente una semana en Andorra, intentando no romperme la crisma a
la menor, ha influido en estas reflexiones.
Pero no me diréis que no percibís el jugo de la cuestión, amigos.
Porque la cuestión siempre es, dada la controvertida, rebelde, y bastante
inconsciente naturaleza del ser humano,
¿Queremos o no encontrar nuestro centro de gravedad?
¿Queremos quedarnos pegados al suelo, caiga quien caiga? ¿O preferimos a
veces olvidar toda estrategia y precaución y dejarnos llevar simple y
llanamente fuera de pista? ¿Qué pasa cuando queremos saltar, o echar a volar?
¿Cuándo es necesario soltar lastre? ¿Y cuándo echar el ancla?
Tras una semana de vacaciones con mayúsculas, de absoluta desconexión y de mucho
esquiar y comer (y no forzosamente en ese orden), la vuelta a la realidad se
presenta perezosa. La primavera que dejé tras de mi a mediados de marzo y que
me ha acompañado todos estos días, se ha vuelto tímida en Düsseldorf, y no
acaba de florecer. Los cielos andan plomizos, y el tiempo grisáceo. Tengo la
casa hecha un asco y la añoranza pincha muy dentro. Hacen falta ajustes.
En fin. Eso es la vida, creo. Un constante proceso de ajustes.
Porque al final siempre nos movemos en pequeños limbos de indecisión.
Derecha o izquierda. Dentro o fuera. Arriba o abajo. Fuerzas que tiran de
nosotros. Fuerzas que marcarán los caminos que seguiremos. Contra las que
lucharemos. O no. Fuerzas que nos acompañarán a lo largo de la vida. Y que en
inumerables ocasiones nos harán perder el equilibrio.
Todo lo cual nos lleva de nuevo al puñetero centro de gravedad de mi
profesor de esqui.
Para respetarlo, a veces se necesitan anclas (o bastones). Pero, honestamente, si lo que
deseas es pegar un brinco, la única opción que me viene a la mente es soltar
lastre.
Lastres. Cargas. Anclas.
Amarres.
No siempre es fácil distinguir
en qué consiste ese extraño peso en nuestra espalda que nos corta el paso hacia la libertad, o ese je ne sais quoi en lo más profundo de nuestro corazón que nos hace
agarrarnos con uñas y dientes a suelo seguro. Pero sabemos de su presencia,
la sentimos, la constatamos. A veces se diría que nos aporta paz, alivio. Otras,
límites infranqueables que nos llenan de frustración.
Es eso que a veces nos impide
avanzar, los lazos que debemos cortar para crecer. Eso que otras, nos brinda un
refugio, aplacando la tormenta, tranquilizando el espíritu por ser familiar,
conocido, cercano.
A mi me gusta considerarlo nuestro
equipaje de mano.
Todos llevamos algo de
equipaje con nosotros. Cuanto más crecemos, con más maletas cargamos. Y cuanto
más tiempo pasa, más difícil parece ser discernir de lo que se trata.
Cosas que llevamos dentro.
Valores, prejuicios, agallas,
tradiciones, temores, sueños, inseguridades, ambiciones, complejos, esperanzas,
experiencias, lecciones, inhibiciones, traumas, recuerdos, expectativas,
creencias.
Cogemos impulso para saltar al
siguiente nivel, cortamos una de nuestras cadenas para ser un poco más libres.
Pero cuando el frío aprieta, y estamos perdidos y tenemos miedo y sentimos
vértigo, agarramos el lacito más a mano para volver al suelo conocido, lejos de
los salvajes vientos del destino.
La linea divisoria se estrecha
mil veces, hasta convertirse en un borrón indistinguible en la bruma del no
saber. Y en ese extraño limbo nos movemos, intentando decidirnos entre soltar peso
y echar el vuelo o agarrarnos a un cabo como si nos fuera la vida en ello.
Venir a Düsseldorf ha supuesto
muchas cosas. Antes y después de emprender la aventura.
Antes, tuve que cortar cabos, soltar
lastre, y tomar impulso. Tuve que ir más allá de toda idea preconcebida, dejar
un poco de mi atrás, para ser capaz de alzar el vuelo. Para ser valiente. Para
poder partir.
Pero una vez aqui, también me
he percatado de la esencial importancia de contar con un puerto donde tener el
amarre. Donde regresar. Siempre es bueno tener un lugar al que regresar. Metafóricamente
hablando. Porque ese lugar puede no ser tal. Puede ser una persona. Tu hogar está donde están tus seres queridos,
escuché una vez.
Resulta muy curioso, ¿no? Una
de las mil reveladoras contradicciones que me ha aportado este viaje iniciático
mío.
Marcharme me ha hecho descubrir
dónde mi barco tiene su amarre. Me ha enseñado a distinguir el faro. A
orientarme en la tormenta. A encontrar mi puerto.
Moraleja. Que a veces tienes que
tomar distancia del suelo, para ver el mapa al completo. Overview es la palabra que me viene a la mente. Una de esas que no
acabo de traducir correctamente, y que uso tanto aquí que acabo colándola de
tanto en tanto en mis charlas en español, para desgracia de mi lengua materna.
Y mi consejo es que en ese
proceso de ascensión que si tú, lector, decides marcharte, experimentarás,
abras bien los ojos. Y que te llenes de esa vista de pájaro que sólo la
distancia aporta. Y que visualices bien tu centro de gravedad desde esa
situación privilegiada.
Porque recuerda las palabras
del sabio profesor de esqui. Contra la gravedad no puedes luchar.
Y por lo tanto, volverás abajo
en algún momento.
Necesitarás nuevos ajustes.
Una readaptación del peso sobre las espinillas.
Y para entonces, convendrá
haber acumulado un buen equipaje de mano.