lunes, 26 de mayo de 2014

Ausencias

 
 



Hace poco alguien me empujaba a volver a escribir. No es que no haya escrito por falta de ganas. No es que no tenga nada que decir, de hecho, los temas me sobran. Las palabras quizá no tanto. El tiempo, menos.

 
Odio que me empujen. Tanto o más que el que me juzguen. Pero me recordó que quizá me viniera bien. Quizá poner los sentimientos sobre el papel haga que las ideas se ordenen, y que todo vuelva a tener sentido.

 
Hace casi un año que llegué a Alemania. ¿El balance hasta el momento? A priori no está mal.

 
Aviones: Entre 20 y 50. Puntos avios: gastados millones, en haber pocos. Trenes: más de 100. Libros leídos: Entre 15 y 20. Móviles robados: 2. Amigos: Nuevos varios. De los buenos. Y un gato. Conservados también. Los importantes. Errores cometidos: 1000. Lecciones aprendidas: Incontables. Relaciones de pareja: 1, caiga quien caiga.  Departamentos conocidos: 2.  Patos salvados (si, patos): Unos 7. Mami e hijos. Vocación descubierta: 1. Propósito/ambición:1. Nivel de autodescubrimiento: máximo.
Futuro: Incierto.
 
Incertidumbre.
 
 
Otra vez.  Vértigo. Otra vez. Miedo. Otra vez.
 
Música en la cabeza: Siempre Así cantando “Qué será de mi”.

 
Ante este panorama que os presento me imagino que más de un whatsapp de preocupación máxima me llegará en las próximas horas. Antes de que llegue ese momento, quiero aclarar que no hay grandes dramas encima de la mesa.
 
Pero este blog fue creado para dar cabida a las emociones experimentadas durante una estancia en el extranjero más o menos larga. Y si alguien recuerda las etapas del choque cultural, la gran depresión estaba aún por llegar. La más dificil. Aquella que no todo el mundo aguanta. Aquella en la que muchos deciden volver al hogar. Aquella en la que las profundas diferencias con las que el expatriado ha de lidiar cada uno de los dias de su vida, empiezan a pesar. Más de lo esperado. Más que hasta aquel momento.
 
En mi caso, que es un caso particular y por lo tanto en nada universal, esta etapa ha llegado lenta y silenciosa, sibilina, arrastrando todo su peso poco a poco sobre mi. Envolviéndome casi sin que me diera cuenta. Y para cuando he querido percatarme, ya era demasiado tarde. Ya estaba aquí. Y no puedo hacer nada más que poner buena cara al mal tiempo.
 
El mal tiempo, seguro, influye. Para mi sorpresa he descubierto que la peor época para visitar Alemania no es el invierno, ni el otoño. Es la primavera. Una sucesión interminable de tormentas, nieblas, lluvias torrenciales, y dias grises que sólo de vez en cuando nos dan un respiro dejándose atravesar por tímidos rayos de sol.
 
Y mientras el astro rey ilumina mi tierra natal, aquí esperamos el verano, valga la redundancia, como agua de mayo. Pero no acaba de llegar. Se hace desear. Y se lleva mi sonrisa como por arte de magia. Mis ganas de estar aqui.

 
Y entonces las ausencias empiezan a pesar. Y de repente la maravillosa oportunidad de la que, sin duda, disfruto, pierde un poco de su encanto. Y empiezo a pensar que qué más da tener ceros en la cuenta corriente si cuando llego a casa no hay nadie esperándome. Y si no tengo a nadie a quién esperar. Si ceno con el silencio cada noche. Y si las copas de vino de los jueves, las comparto con la nada. Si mi compañero de cama es un libro nuevo cada semana. Si los abrazos se los doy a la almohada. Si cuento los días con ansiedad para salir huyendo. Y planeo los fines de semana con meses de antelación. Si me cierro cada vez más a la hora de hablar de mi. Si no he llegado a afincarme aqui, porque tomé la decisión, inconsciente o no, de no hacerlo. Si, de repente, me doy cuenta de que no estoy ni alli ni aqui. Si me paso la vida metida en un avión, y al final, me lo pierdo todo. Si los esfuerzos empiezan a parecerme un precio demasiado alto. Si las prioridades empiezan a cambiar.
 
Todos sabemos lo que le pasó a aquel que se fue a Sevilla.
 
La cuestión es, al irte fuera, ¿Qué pasa con la silla que dejaste atrás? ¿Seguirá ahí cuando decidas volver? ¿Seguirá siendo la misma silla? ¿Hubo realmente silla en algún momento? ¿Tienes una silla de repuesto? Y si no la tienes, ¿Dónde demonios podrás sentarte?
 
Una amiga mía va a marcharse al extranjero. Es una chica extraordinaria con un CV de 10, y seguramente la persona más estudiosa que he conocido jamás. ¿Las posibilidades en España? Escasas. Y no muy apetecibles. Y en su destino le ofrecen el mundo. ¿Reacción cuando empezó a sospechar que sería la escogida? Llorar. Mucho. Por favor que no me seleccionen. ¿Absurdo? Puede. Pero más habitual de lo que puede parecer a simple vista.
 
No es la primera vez que conozco a alguien a quien la oportunidad de marcharse le provoca emociones incontroladas y sentimientos contradictorios. Es fácil decir "Me voy". Pero no es tan fácil hacerlo. No cuando tienes ataduras sentimentales importantes detrás de ti. No cuando empiezas a pensar en tu silla.

Pero claro, cómo vas a decir que no.
 
A pesar de verte obligada a separarte de tus seres queridos. Tu familia, tus amigos, tu pareja. A pesar de dejar libre un asiento que tardaste años en conseguir. Por el que peleaste. A pesar de saber que el tiempo pasa para todo el mundo, y que mientras tú estás fuera, las personas siguen con su vida. Avanzan. Y cambian.

He hablado del choque cultural. Del proceso de adaptación. Pero no he hablado nunca del proceso de adaptación inverso. Al que ha de enfrentarse el expatriado que vuelve a la patria, tiempo después. Cuando esa persona cree regresar al mismo lugar y al mismo punto en el que estaba todo cuando se marchó. Y se percata de que nada es igual.

¿Y si ya no soy capaz de adaptarme? ¿Y si ya no entiendo cómo funciona el juego? ¿Y si ya no encuentro mi sitio en ningún lugar, ni allí ni aquí? ¿Y si mis relaciones se han enfriado? ¿Y si no me han esperado? ¿Y si me han olvidado?
 
Cosas que al principio no se materializan más que en breves momentos que espantamos a manotazo limpio, como si no fueran más que insectos incómodos. Pero con el tiempo, la diminuta inquietud no es tan diminuta, y las nubes empiezan a teñirse de oscuro. Y la angustia se planta en la boca del estómago, para no marcharse.
 
Quizá mi caso no es el más habitual. Yo no me marché por no tener opciones. Las tenía. Y una cuenta pendiente conmigo misma también. Y tomé mi decisión. Como las tomo siempre. Y quizá porque yo decidí marcharme, he perdido en cierto modo el derecho a quejarme. A quejarme de una situación que yo quise. Y más. De la que no me arrepiento.
 
 
Pero el ser consciente de las decisiones que uno toma, no hace el proceso más fácil. El saberse extraordinariamente afortunado no hace que pesen menos las ausencias. Y el tener siempre en mente las posibles consecuencias, no hace menos doloroso el sentirlas.
 
 
El tiempo va pasando y nos trae esas consecuencias, sea de forma ostentosa o solo internamente.
 
 
La vida siempre llega.  
 
Por eso conviene estar preparados. Tener planes. Plan A. Plan B. Plan C. Agarraderas. Una red social potente como diría mi madre. Gente que nos quiera. Gente a la que intentemos cuidar por muchos kilómetros que nos separen. Gente a la que no perder.

 
Recuerdos. E ilusiones.
 
Como el fin de semana pasado, en una boda alemana (Eterna por cierto. Qué cánticos. Mi madre) en la recogida y recoleta ciudad de Bonn, antigua capital, con amigos que cual orquesta, iban dando la nota allí por donde pasaban. Y que ha salido tan bien, que nos han entrado ganas de volver a viajar. Al norte. A una salvaje isla germana quizá.

 
Como el resto de bodas de la temporada, que me llevarán a Santander, a Badajoz y a Madrid. Como una escapada a Mallorca, sólo chicas. Como la feria de Málaga, que aún lejana, me llena de ay, olé, mi arma, y demás jerga.
 
Como un aniversario, a la vuelta de la esquina, en una cabaña de madera perdida en un bosque, que bien podría salir de un cuento de los Grimm.
 
Como una semana en la mítica isla pirata de Corfú, a finales de Agosto. Allí donde Ulises naufragó a su regreso de la Odisea. Allí donde espero naufragar yo, entre aguas cristalinas, y olivares mágicos, para perderme del mundo con el compañero de viaje ideal. Aunque no le guste mucho viajar. Y comeré moussaka, y beberé vino blanco, y quizá lleve mis deseadísimas Greek sandals, mientras leo a Durrel, con su "Familia y otros animales", no sin antes haber pasado por "La maison atlantique" de Besson y por "Una princesa en Berlín" de Solmssen.
 
Y mientras llega o no el verano, mientras lleno mi tiempo de planes, tomaré nota de los sabios y ancestrales consejos maternos, y trataré de ocuparme y no preocuparme.
 
Porque todo llega. Y es bueno tener el corazon en calma y la mente en orden para cuando llegue.
 
Porque la recta final ya está aquí. Porque habrá decisiones que tomar.
 
Y porque, maldita sea. Sigo siendo muy afortunada.