Hace poco alguien me empujaba a volver a escribir. No es que no haya
escrito por falta de ganas. No es que no tenga nada que decir, de hecho, los
temas me sobran. Las palabras quizá no tanto. El tiempo, menos.
Odio que me empujen. Tanto o más que el que me juzguen. Pero me recordó que
quizá me viniera bien. Quizá poner los sentimientos sobre el papel haga que las
ideas se ordenen, y que todo vuelva a tener sentido.
Hace casi un año que llegué a Alemania. ¿El balance hasta el momento? A
priori no está mal.
Aviones: Entre 20 y 50. Puntos avios: gastados millones, en haber pocos. Trenes:
más de 100. Libros leídos: Entre 15 y 20. Móviles robados: 2. Amigos: Nuevos varios.
De los buenos. Y un gato. Conservados también. Los importantes. Errores
cometidos: 1000. Lecciones aprendidas: Incontables. Relaciones de pareja: 1, caiga quien caiga. Departamentos conocidos: 2. Patos salvados (si, patos): Unos 7. Mami e
hijos. Vocación descubierta: 1. Propósito/ambición:1. Nivel de autodescubrimiento: máximo.
Futuro: Incierto.
Incertidumbre.
Otra vez. Vértigo.
Otra vez. Miedo. Otra vez.
Música en la cabeza: Siempre Así cantando “Qué será de mi”.
Ante este panorama que os presento me imagino que más de un whatsapp de
preocupación máxima me llegará en las próximas horas. Antes de que llegue ese
momento, quiero aclarar que no hay grandes dramas encima de la mesa.
Pero este blog fue creado para dar cabida a las emociones experimentadas
durante una estancia en el extranjero más o menos larga. Y si alguien recuerda
las etapas del choque cultural, la gran depresión estaba aún por llegar. La más
dificil. Aquella que no todo el mundo aguanta. Aquella en la que muchos deciden
volver al hogar. Aquella en la que las profundas diferencias con las que el
expatriado ha de lidiar cada uno de los dias de su vida, empiezan a pesar. Más
de lo esperado. Más que hasta aquel momento.
En mi caso, que es un caso particular y por lo tanto en nada universal,
esta etapa ha llegado lenta y silenciosa, sibilina, arrastrando todo su peso
poco a poco sobre mi. Envolviéndome casi sin que me diera cuenta. Y para cuando
he querido percatarme, ya era demasiado tarde. Ya estaba aquí. Y no puedo hacer
nada más que poner buena cara al mal tiempo.
El mal tiempo, seguro, influye. Para mi sorpresa he descubierto que la peor
época para visitar Alemania no es el invierno, ni el otoño. Es la primavera.
Una sucesión interminable de tormentas, nieblas, lluvias torrenciales, y dias
grises que sólo de vez en cuando nos dan un respiro dejándose atravesar por
tímidos rayos de sol.
Y mientras el astro rey ilumina mi tierra natal, aquí esperamos el verano,
valga la redundancia, como agua de mayo. Pero no acaba de llegar. Se hace
desear. Y se lleva mi sonrisa como por arte de magia. Mis ganas de estar aqui.
Y entonces las ausencias empiezan a pesar. Y de repente la maravillosa oportunidad
de la que, sin duda, disfruto, pierde un poco de su encanto. Y empiezo a pensar
que qué más da tener ceros en la cuenta corriente si cuando llego a casa no hay
nadie esperándome. Y si no tengo a nadie a quién esperar. Si ceno con el
silencio cada noche. Y si las copas de vino de los jueves, las comparto con la
nada. Si mi compañero de cama es un libro nuevo cada semana. Si los abrazos se
los doy a la almohada. Si cuento los días con ansiedad para salir huyendo. Y
planeo los fines de semana con meses de antelación. Si me cierro cada vez
más a la hora de hablar de mi. Si no he llegado a afincarme aqui, porque tomé
la decisión, inconsciente o no, de no hacerlo. Si, de repente, me doy cuenta de
que no estoy ni alli ni aqui. Si me paso la vida metida en un avión, y al
final, me lo pierdo todo. Si los esfuerzos empiezan a parecerme un precio
demasiado alto. Si las prioridades empiezan a cambiar.
Todos sabemos lo que le pasó a aquel que se fue a Sevilla.
La cuestión es, al irte fuera, ¿Qué pasa con la silla que dejaste atrás?
¿Seguirá ahí cuando decidas volver? ¿Seguirá siendo la misma silla? ¿Hubo
realmente silla en algún momento? ¿Tienes una silla de repuesto? Y si no la
tienes, ¿Dónde demonios podrás sentarte?
Una amiga mía va a marcharse al extranjero. Es una chica extraordinaria con
un CV de 10, y seguramente la persona más estudiosa que
he conocido jamás. ¿Las posibilidades en España? Escasas. Y no muy apetecibles.
Y en su destino le ofrecen el mundo. ¿Reacción cuando empezó a sospechar que
sería la escogida? Llorar. Mucho. Por favor que no me seleccionen. ¿Absurdo?
Puede. Pero más habitual de lo que puede parecer a simple vista.
No es la primera vez que conozco a alguien a quien la oportunidad de
marcharse le provoca emociones incontroladas y sentimientos contradictorios. Es
fácil decir "Me voy". Pero no es tan fácil hacerlo. No cuando tienes ataduras
sentimentales importantes detrás de ti. No cuando empiezas a pensar en tu silla.
Pero claro, cómo vas a decir que no.
A pesar de verte obligada a separarte de tus seres queridos. Tu familia,
tus amigos, tu pareja. A pesar de dejar libre un asiento que tardaste años en
conseguir. Por el que peleaste. A pesar de saber que el tiempo pasa para todo
el mundo, y que mientras tú estás fuera, las personas siguen con su vida.
Avanzan. Y cambian.
He hablado del choque cultural. Del proceso de adaptación. Pero no he hablado
nunca del proceso de adaptación inverso. Al que ha de enfrentarse el expatriado
que vuelve a la patria, tiempo después. Cuando esa persona cree regresar al
mismo lugar y al mismo punto en el que estaba todo cuando se marchó. Y se
percata de que nada es igual.
¿Y si ya no soy capaz de adaptarme? ¿Y si ya no entiendo cómo funciona el
juego? ¿Y si ya no encuentro mi sitio en ningún lugar, ni allí ni aquí? ¿Y si mis
relaciones se han enfriado? ¿Y si no me han esperado? ¿Y si me han olvidado?
Cosas que al principio no se materializan más que en breves momentos que
espantamos a manotazo limpio, como si no fueran más que insectos incómodos. Pero con
el tiempo, la diminuta inquietud no es tan diminuta, y las nubes empiezan a
teñirse de oscuro. Y la angustia se planta en la boca del estómago, para no
marcharse.
Quizá mi caso no es el más habitual. Yo no me marché por no tener opciones. Las tenía. Y una cuenta pendiente conmigo misma también. Y tomé mi decisión. Como las tomo siempre. Y quizá porque yo decidí marcharme, he perdido en cierto modo el derecho a quejarme. A quejarme de una situación que yo quise. Y más. De la que no me arrepiento.
Pero el ser consciente de las decisiones que uno toma, no hace el proceso más fácil. El saberse extraordinariamente afortunado no hace que pesen menos las ausencias. Y el tener siempre en mente las posibles consecuencias, no hace menos doloroso el sentirlas.
El tiempo va
pasando y nos trae esas consecuencias, sea de forma
ostentosa o solo internamente.
La vida siempre llega.
Por eso conviene estar preparados. Tener planes. Plan A. Plan B. Plan C.
Agarraderas. Una red social potente como diría mi madre. Gente que nos quiera.
Gente a la que intentemos cuidar por muchos kilómetros que nos separen. Gente a
la que no perder.
Recuerdos. E ilusiones.
Como el fin de semana pasado, en una boda alemana (Eterna por cierto. Qué cánticos.
Mi madre) en la recogida y recoleta ciudad de Bonn, antigua capital, con amigos
que cual orquesta, iban dando la nota allí por donde pasaban. Y que ha salido
tan bien, que nos han entrado ganas de volver a viajar. Al norte. A una salvaje isla
germana quizá.
Como el resto de bodas de la temporada, que me llevarán a Santander, a Badajoz y a
Madrid. Como una escapada a Mallorca, sólo chicas. Como la feria de Málaga, que
aún lejana, me llena de ay, olé, mi arma, y demás jerga.
Como un aniversario, a la vuelta de la esquina, en una cabaña de madera
perdida en un bosque, que bien podría salir de un cuento de los Grimm.
Como una semana en la mítica isla pirata de Corfú, a finales de Agosto.
Allí donde Ulises naufragó a su regreso de la Odisea. Allí donde espero naufragar yo,
entre aguas cristalinas, y olivares mágicos, para perderme del mundo con el
compañero de viaje ideal. Aunque no le guste mucho viajar. Y comeré moussaka, y
beberé vino blanco, y quizá lleve mis deseadísimas Greek sandals, mientras leo a
Durrel, con su "Familia y otros animales", no sin antes haber pasado por "La
maison atlantique" de Besson y por "Una
princesa en Berlín" de Solmssen.
Y mientras llega o no el verano, mientras lleno mi tiempo de planes, tomaré
nota de los sabios y ancestrales consejos maternos, y trataré de ocuparme y no
preocuparme.
Porque todo llega. Y es bueno tener el corazon en calma y la mente en orden
para cuando llegue.
Porque la recta final ya está aquí. Porque habrá decisiones que tomar.
Y porque, maldita sea. Sigo siendo muy afortunada.