martes, 26 de noviembre de 2013

De vísperas va el juego

De oca a oca y tiro porque me toca

Extraña frase la que me viene a la mente a la hora de empezar este post tan especial, una vez más en la víspera de un día importante. Sólo en vísperas escribo últimamente.


Creo que se debe a que no paro. Es la sensación que tengo. Y la sensación que, me consta, transmito. Estoy corriendo. No dejo de correr. Pero ¿Hacia dónde? Seguramente hacia el fin de esta experiencia. 


Corro sin parar, intentando vivirlo todo, sentirlo todo, disfrutarlo todo. Rápido, rápido. Porque el fin, aunque aún muy lejano, sin embargo se acerca. Es así, no podemos parar el tiempo. Y todo terminará un día.

¿Y después? Después la incógnita de nuevo. El no saber. El vértigo. Miedo a que todo se estropee de nuevo. A que lo vivido no sea más que un sueño. A que no haya oportunidades más adelante.

Dicen que sólo una pequeñísima parte de los miedos que albergamos en nuestro corazón llega a cumplirse. Pero eso nunca nos ha hecho dejar de asustarnos, ¿Verdad?

Por eso, simplemente, corro.

Dado el título del presente post, he de centrarme sin embargo en los dos puntos que quiero compartir hoy con vosotros. Empezando por el primero. El que dejé en la víspera de mi partida.


Porque el sábado tomé un tren y aparecí en Bruselas. Y de ello he de hablaros hoy.

Así que cogimos un tren a las 7 de la mañana. Uno que debíamos cambiar por otro en Colonia. Comprobamos que es cierta aquella moda de vivir la noche en Düs para volver a su vecina sólo al llegar el alba. Cerveza en mano de hecho. ¿Cómo beberse una cerveza a semejantes horas?Ni idea. Pero es lo que vi. 

Llegamos a Bruselas cuando la ciudad aún despertaba, y directas fuimos a degustar unos gofres para los que no tengo palabras. Disfrutamos como niñas y nos empezamos a dejar llevar por esa ciudad, mitad París, mitad Ámsterdam, a pequeña escala. Una de las cunas de la Unión Europea. Y una ciudad literaria. Porque si hay algo que le guste a Bruselas, son los libros. Los encuentras por todas partes. En los bares, en los coquetos restaurantes que abundan en cada esquina, en las antiguas galerías forjadas en hierro y cristal plagadas de detalles art déco, que huelen a antiguo y a misterios. Hasta en ciertos ascensores forran las paredes con libros. Es literaria, si. Y fría y húmeda como la mayor parte de Europa. Dos lenguas confluyen en perfecta armonía y todo el mundo habla inglés con fluidez. 

Empecé a escribir estas líneas a bordo del tren Thalys, de vuelta a la oficina el lunes entre gallos y medias noches, mientras mis 2 acompañantes , exhaustas, no abrían el ojo salvo que el revisor asomara la cabeza en busca de posibles listillos sin billete. Y yo me dedicaba entretanto a recordar. Cada sabor, cada imagen, guardados a buen recaudo en el fondo de mi mente y de mi corazón. Como una inusitada cena improvisada a base de delicias marítimas gracias a Noordzee, sentadas en las escaleras de un viejo tiovivo casi a 0 grados. Como quitarnos las botas tras un día de infinitas caminatas, y disfrutar de una botella de vino que nos esperaba en nuestra más que confortable alcoba. Como la deliciosa costumbre de dejarte probar el género en cada chocolaterie, y los pralinés y la compra de macarrons en Darcis por simplemente no poder resistirme al nombre, recordando al Sr de similar nombre, espada en mano y a las órdenes de Jane Austen. (Sin remedio. Si.) Y la piel de gallina en el Parlamento Europeo. La Comisión. Y el Consejo.

Y mientras esperaba, paciente, cruzar la frontera alemana, y las luces del exterior empezaban a inundar el vagón, una sonrisa se dibujó en mi rostro. Porque hay lugares de los que te marchas sabiendo que algún día volverás.

Y Bruselas es uno de ellos. Eso es todo.

No obstante, me queda algo más en el tintero. Algo que cada 27 de noviembre me hace sonreír y volver a ser niña por unas horas. Algo que me hace pensar “Cómo hemos cambiado”.

Porque mañana, concretamente en 10 minutos, hará exactamente 10 años que cumplí la mayoría de edad.

Salía de la adolescencia a marchas forzadas. Había llegado a Madrid hacía dos meses.


Era más idealista, más romántica si cabe, años luz más inocente, y creía más en mí. Llevaba faldas de tablas que bien habrían podido ser cinturones y calentadores, y el pelo caía muy largo y aún más rizado sobre la espalda. Dibujaba. Leía a Victor Hugo, a Marguerite Duras y a Baudelaire a punto de llorar, siempre preguntándome si no debería haber decidido irme a París. Si no habría escogido Madrid por pura cobardía. Si no me habría equivocado en todo. Recordaba aún muy cerca los años de colegio, los rostros familiares, las amistades de la infancia, los primeros amores. Recordaba la despedida de mi ciudad natal. La que tanto había criticado, y la que tanto añoraba. Recordaba cuando todo era más fácil. O quizá no. Pero más seguro. Recordaba el mar.


Tenía toda la carrera aún por delante. Una ciudad aún desconocida, tan enorme como acogedora pero que aún no dominaba ni por asomo. Tenía aún que experimentar caídas que me dejarían malherida, y subidones de adrenalina como no creí que existirían. Tenía aún que sentir la traición, la pasión, la locura, la amistad de verdad, fraguada en mil batallas y el amor infinito que sólo puedes sentir después de haber visto mucha, mucha porquería. Tenía aún que decepcionarme a mí misma y perder la fe, para volver a crecer más fuerte. Más dura.


Estaba justo en un momento muy parecido al que me encuentro ahora. Acababa de pasar una guerra. Había ganado. Atrás quedaba una ardua encrucijada de caminos y había tomado mi decisión. Para bien o para mal. La suerte estaba echada y todo había comenzado ya. Pero no podía ni imaginarme lo que habría por delante.


Me pregunto si ahora tengo acaso la más ligera idea. Quizá, lector, tú también te sientas un poco así.


Porque hace tiempo que dejamos atrás los dulces años universitarios, ¿Verdad?


Hace tiempo que cambiamos los colegios mayores por pisos compartidos, o a solas, o con pareja. Que sustituímos los minis, cachis, litros o metros los más osados, por vino blanco y gin tonics en copa de balón. Hace mucho que no nos escondemos chuletas bajo la falda, y que no chapamos hasta las tantas tomos casi bíblicos de Albaladejo, Bustos o aquel otro que no recuerdo. Hemos pasado a estudiar como locos webs corporativas, que nos importan el mismo pimiento que aquellos tochos.  Ya no lloramos en las revisiones, ni vamos a exámenes sin dormir, ni cargamos con carpetas a reventar de apuntes ajenos, alguno propio, y quizá también alguna notita de amor. Ahora nos vestimos con trajes, tacones medianos para aguantar el día, y pasamos entrevistas.


Pasamos hace tiempo del “¿Por qué no llama?” al “Nadie me llena”, y algunos, los que hemos tenido suerte, al “Lo encontré”. Hemos dejado atrás el no querer mirar más allá del amanecer siguiente para empezar a pensar en el futuro. Nuestra atención ya no se centra en armarla cuanto más mejor, o en luchar por lo que creemos justo, organizando manifestaciones contra el orden establecido o presentándonos a elecciones varias, sino en llegar a fin de mes y ahorrar un poco. Los planes de pensiones han empezado a cobrar sentido ante nosotros y empezamos a plantearnos dejar de invertir en copas. O en zapatos.


Hemos descubierto que las resacas empiezan a pesar. Que los chicos de 30 son tan lelos como los de 20. Que hay cosas que son imposibles sin más. Y que a veces es mejor que lo sean.


Atrás quedan carreras contra reloj a las 8 de la mañana por Ciudad Universitaria por llegar por una vez a la primera hora, niebla y rostros de frío a tu alrededor. Atrás quedan semanas en las que sólo descansabas los lunes, y porque no había nada abierto, los otoños de reencuentros, los febreros fatales y los delirios de grandeza. Los mocasines, los leotardos y las trencas. Las tardes en aquella cafetería...


Hemos aprendido que más vale un par de zapatos buenos que 100 malos. Que a la larga preferimos calidad a cantidad. Que la crema antiarrugas es por prevenir. Que la vida es algo más que juerga. Que ganarse el pan es muy duro.


Nos han repetido en estos años, hasta la saciedad, lo afortunados que éramos. Que lo teníamos todo. Que nos comeríamos el mundo.


Y nos han dado hasta en el velo del paladar.


Y ahora, al principio del fin de esta década de años jóvenes, locos, de autodescubrimiento, de errores garrafales y de grandes aciertos… Bueno, aquí estamos.


Portamos nuestras cicatrices con orgullo. Somos fuertes, y nuestras ideas empiezan a estar claras.


Quiero pensar, lector, que hemos conseguido convertirnos en algo parecido a “adultos” en este viaje.


Y digo “algo parecido” porque todo el mundo habla de la madurez como si fuera un “must” a conseguir de los 20 a los 30. Sin embargo, la verdad es que no conozco a nadie que lo haya logrado. Me encanta decir a esa amiga que no sabe qué hacer y cuya imposición moral de madurez aplasta su ánimo hasta el infinito, “Nadie ha dicho que tengamos que ser maduras.”


Pero quizá sí adultas.


¿La diferencia entre ambos conceptos?


He llegado a la conclusión de que ser adulta para mí significa haber aprendido a jugar. En su juego. Con sus reglas. Ganar en su terreno. Y hacerlo magistralmente.  

Sobrevivir.


¿Pero madurar? ¿Convertirnos en uno de ellos?


Eso nunca.


28 años. 

Es tiempo de ser adulta, si. Porque sólo entonces tendré la oportunidad de ser la mujer que yo deseo llegar a ser. Pero cortar el vínculo con lo que me ha llevado hasta aquí, olvidar de dónde vengo, quién he sido, olvidar lo que pensaría de mí, mi yo de 18 años recién cumplidos si me viera ahora… No entra en mis planes.


Y tú lector, ¿Has tomado ya tu decisión?


Jugador o vendido.


¿Qué vas a ser?


sábado, 23 de noviembre de 2013

Meditación sobre el frío



„Cuando el Grajo vuela bajo, hace un frío del carajo”

Pero del carajo, eh.

Mientras Facebook hierve a base de comentarios de todo madrileño viviente que ronda por la red, una vez que el termómetro en la Villa ha bajado de los 15 grados, aquí en Düs empezamos a escudriñar el cielo, no vaya a ser que le dé por soltarnos una nevada precisamente del 15, así como quien no quiere la cosa.

Y es que son días de frío. Y para una malagueña como soy yo, por muy internacional que me crea, es duro.

Porque el frío entumece los sentidos, y a veces se diría que hasta el corazón. Porque son días de no ver el sol. De oscurecer a partir de las 17h. De cielos plomizos y de estremecimientos repentinos. De reflexionar con la mirada cruzando una ventana empañada, mientras el mundo parece detenerse alrededor. Y de recordar con nostalgia y un poco de angustia cuando todo era más alegre. Más cálido. Más…luminoso.

Por eso. Porque son días de frío, he decidido que en esta noche de pies con calcetines, edredones varios , melodías de piano y luces indirectas; voy a buscarle el lado bueno a esto de la congelación. Porque todo indica que con ánimo o sin él, se aproxima el largo invierno alemán. 

Así que alegría y olé. 

Ese es mi estilo. Y estas son mis conclusiones.

El frío invita a la intimidad. A conversaciones al calor de un hogar. O del primer radiador que pilles por delante. A refugiarse de un aguacero en el bistró de la esquina. A beber vino tinto y a hablar. Hablar mucho y en voz bajita. A contar historias y a sincerarse. A escuchar. A juntarse. Porque es que hace frío. 

Y en este plan estás cuando, esperando un tranvía, aparece un buen amigo con el que hace tiempo que no hablas. Y congelados, intentáis que a golpe de baile de pies y de soltar humo por la boca se os pase rápido el mal trago. Y habláis en cuestión de los 25 minutos que tardáis en llegar a la oficina, de todo. Y no se finge ni una sonrisa que no se sienta porque en fin, amigos, hace frío.  

Me gustan las conversaciones de tranvía. Es en esos momentos cuando escuchas frases que recuerdas sólo para repetirlas. De esas que viene tan bien oír en mañanas de frío Frases que te hacen abrir los ojos como platos. Que te hacen despertar por sorpresa. De esas que te hacen ver tu realidad, de repente, desde otro ángulo. Frases como "No hacen más que repetirnos por todas partes lo afortunados que somos por tener esta oportunidad. Nos lo dicen, nos lo creemos y lo repetimos. Pero a veces todos olvidan, y eso nos incluye a nosotros, que esto no es sólo cuestión de suerte. Nos lo hemos ganado. Hemos peleado y no nos hemos rendido hasta llegar aquí."

Es lo que me gusta llamar momento-de-revelación-friolera.

Otras charlas no te revelan nada. Únicamente te hacen recordar. Porque el frío es al recuerdo lo que la uva al queso. Ensalza su sabor. Así que ahí estás con tu gran amigo, de vuelta esta vez del trabajo- Porque en el universo del yupi estresado uno sólo habla de camino a la oficina o a casa- Muertos de frío y a paso ligero. Y la verdad, lo que menos te apetece es abrir la boca porque la cabeza te va a estallar, así que cuando se pone a hablar, te hace un gran favor. Porque por un instante te olvidas de los líos del día, del estrés o la frustración de la jornada, de la bronca de turno con tu pareja o con tu familia. O contigo misma. Total que te olvidas de todo, y sobre todo del frío. Entras en el universo de la otra persona, que a veces te interesa más y otras veces menos. Pero si tienes suerte puede que el universo en cuestión sea una locura entre tierna e inmadura, que te teletransporte momentáneamente a tus años mozos. Cuando la cosa iba de a ver quien te llamaba o te escribía. O de por qué el teléfono no sonaba esa tarde. Porque en el peculiar universo de los solteros, sobre todo a partir de cierta edad, uno siempre se debate entre el "eh, eh, eh que no tenemos nada, no te flipes" y el "mira, es que yo ya no estoy para tonterías". Y fíjate tú que se te había olvidado.  Hasta escuchar la incontinencia verbal de tu amigo.

Y de repente, por fin estás en casa.

Es curioso, pero este tiempo, esta ciudad, me están haciendo efectivamente recordar. Recordar cosas de mí. Cosas que me gustan. Cosas que había olvidado. Y descubrir cosas que no sabía.

Como lo que me gusta el sonido de mis libros y agendas varias-Oh si, porque se acerca el año nuevo- al caer sobre el asiento de en frente. Junto con el bolso, paraguas, guantes, pashmina y de vez en cuando alguna que otra bolsa más. O como la sensación, al salir del templo de cristal donde prácticamente vivo, del cambio de temperatura. El aire puro que no había en Madrid y que me lleva al récord de otoño sin catarro. Lo bien que sienta el deporte. Leer. Leerlo todo, acabar con cada uno de los libros de tu estantería aspirante a biblioteca. Y seguir leyendo. Y acercar la nariz a sus páginas, y el oído al pasar al siguiente capítulo. Como la soledad. El silencio. Como mirarte al espejo una mañana y saber quién eres, porque has dedicado un tiempo a pensarlo, y no corres simplemente de un lado para otro como alma que lleva el diablo. Como las personas que quieres de verdad. Como lo que en realidad le pides a la vida.

Total que el frío acecha por doquier, y las luces empiezan a invadir Düsseldorf. Los mercadillos navideños están a punto de abrir, y las calles paradójicamente a las temperaturas, están a rebosar. Todo el mundo sonríe y mira escaparates, sin duda con la mente puesta en el 25 de diciembre. Abren tiendas nuevas, como Primark en Shadowstrasse. Apetecen tardes de centro comercial en Karstadt , que cada día me gusta más. Y cafés en WoytonStarbucks a reventar con colas kilométricas. Imposible intentarlo.

Son días de frío y nostalgia. Y de noches perfectas. Esas noches de cine clásico. De caras con ángel y de estudio meticuloso de maravillosos sombreros retro que te quedarían de morir con este o aquel abrigo. Noches de Charada, y de un gato al que llamas "Gato", roncando a los pies de la cama, y que, jurarías,  es más amigo tuyo que de sus propios dueños.

Días de ponerse a estudiar. Tal como lo leéis. De pillar por banda cada día un texto en alemán y no cesar en el empeño hasta comprenderlo. Días de mucho trabajo. Y cada vez más fascinante. Ese en cuyas redes a veces uno tiene la suerte de caer. Y días de proyectos nuevos y de reuniones con compañeros y jefes. Personas,  cada una diferente, con algo que aportar, y de las que aprender aún más.

Y días de viajes. Porque mañana a las 5 de la mañana saltaré de la cama para descubrir una nueva ciudad, Bruselas. Y me alejaré por unos días de esta realidad. Y también de la que dejé en Madrid. Me alejaré, si. Y tomaré una nueva perspectiva a base de gofres, mejillones, chocolates, y una nueva cerveza. Y sobre todo a base de horas de compañía femenina, de sauna y tiendas y mucha, muchísima calma. Eh. Y de vino, claro.

Así transcurren estos primeros fríos. Entre meditaciones y encuentros varios. Con la vista puesta en un cumpleaños que se aproxima sin prisa pero sin pausa, y en la navidad ya a la vuelta de la esquina.

Dejando patente una vez más el poder imperturbable del tiempo. Que nos atrapa y nos arrastra a su antojo. Sin que podamos luchar por alterar en nada su curso. Inmune a nuestros deseos, nuestras esperanzas y nuestros miedos.

Como si el frío no fuera suficiente.


viernes, 15 de noviembre de 2013

Que viene, que viene.


Vivo en la sexta ciudad con mayor calidad de vida del mundo.

Seguramente la perspectiva que me da ese hecho es, cuanto menos, subjetiva.

Pero he visto Madrid en ruinas. Sucia. Vieja.

He oído a mi alrededor, casi medio año después de marcharme, las mismas conversaciones, dándole una y mil vueltas a la porquería general de nuestra madre patria.

He sentido la desesperación en la gente de mi edad. Unos sin dinero, otros sin oportunidades. Y la mayoría creyéndose sin futuro.

Y todo esto me hace presentir que el ciclo del choque cultural se cumplirá el día que regrese definitivamente a España. No es la primera vez que este tema ronda mi cabeza. Se marina en mi mente desde hace tiempo. Me corteja con vértigos repentinos y dudas existenciales. Lo escucho en conversaciones salpicadas aquí y allá en los aeropuertos alemanes. Españoles que dieron el salto y volaron a otros destinos más propicios. Que pelearon por adaptarse y superar la inevitable morriña. Que aprendieron a valorar otra forma de vida, otras cosas.

Y españoles que, como yo, a la hora de pensar en volver al mercado laboral nacional, se echan a temblar.

No puedo evitar preguntarme. Cuando llegue el momento, ¿Seré capaz de volver?

Esta crisis que consume nuestro país y que parece no tener fin, nos ha robado la gracia española, la esperanza- y si no, que levante la mano quien crea que existe siquiera la posibilidad de salir de ella en un par de años- y también la perspectiva. Y lo peor, es que no cabe un “cómo hemos llegado a esto”.Porque lo sabemos. Somos muy conscientes del camino que hemos seguido. La cuestión es, ¿Hemos aprendido algo?

Nadie creía que llegaríamos a esto, es cierto. Y nadie cree que vayamos a salir.

Y digo yo. ¿No sería mejor dejar de darnos con el cilicio y empezar a tener un poco de fe? Y diréis, qué fácil para alguien que está lejos. Qué poco sabrás tú. Y si sabes de algo es de huir. ¿No?

Pues no.

Sé bien lo que digo. Sé de pozos oscuros y de desesperación. Sé de no saber hacia dónde ir. Sé de círculos viciosos. Sé de estar perdido, dando vueltas en torno a uno mismo, y sé de ser la pescadilla que se muerde la cola. Sé hasta de empezar a gritar yendo de paquete en una moto (En mis inicios. Qué miedo ¿Verdad?) por medio Madrid por no aguantar más ese invierno que no acaba. O de salir pitando a un país vecino con el único fin de chillarle al pobre Atlántico, que no tenía culpa de nada.

Lo sé. Lo conozco. He estado allí. Y puede que en macro no sepa hacer la o con un canuto, pero como micro siempre se me dio bien, para todos los que estáis perdidos, sólo quiero deciros:

NO-PERDÁIS-LA-ESPERANZA

Seguid luchando. Levantaos cada día. Abrid las ventanas y respirad. Llenad los pulmones. Manos a la obra. Y a por el mundo.

Porque la vida no acaba hasta que acaba. Y este no es el final.

Ah. Y porque ningún sueño (para idealistas), ni ninguna meta (para escépticos) se consiguen sin luchar.

Dicho de otro modo. Queridos, si dais patadas a un árbol, al final caerá la manzana.

O como diría mi madre, nadie va a venir a llamar a tu puerta. Espabila.

Luchad. Saldremos de esta.

Dicho lo cual, os propongo dar carpetazo a la depresión conjunta y abordar asuntos más livianos.

A punto de caramelo está este viernes que llega dándome ganas de mucha calma. Alguien ha debido pegarme eso de no hacer planes porque lo que más me apetece es preparar una sopa y encerrarme en casa al resguardo del frío que empieza a calar hasta los huesos por estas tierras.

Son días de espera. Y de cálculos. Porque para mí los meses de octubre y noviembre significan cumples. Seguidos de Navidad. Y Reyes. Y…Tachán, tachán. Paga extra para empezar el 2014.

Elocuencia aparte, para describirlo sólo se me ocurre esto. Oh yeah.

Pero volviendo a los cumples, este año mi economía goza de una inusual buena salud, así que me estoy deleitando en los regalos a los más allegados. No hay cosa que más me guste que un buen cumpleaños. Bueno quizá una boda, pero no viene a colación. Una celebración en general. Razón por la cual nunca hago más caso de eso de “Paso de este día”, ”No me gusta celebrarlo” o peor “No tengo nada que celebrar”, que el que viene con el automático e inmediatamente posterior "¿Cómooooo?"

Así que, y esto va para alguien en particular. (Alguien que de repente empieza a ser muy, pero que muy mayor) Olvídate para siempre de la no-celebración. Mi intención más que comprobada es no salir de tu vida hasta que la muerte nos separe, así que, en fin, te vas a comer más de un cumple como Dios manda.

Ahí queda eso.

Total, cumpleaños. Estoy a 12 días exactamente de cumplir 28.

Amigos, ya no somos niños.

Siempre intento hacer memoria cuando llega el gran día, de lo que ha ocurrido en mi vida en los últimos 12 meses. De cómo he evolucionado. De lo que he aprendido. Y últimamente también, he de confesar, de echarle un ojo a mi lista de cosas-que-hacer-antes-de-los-30, a ver cómo va.

Y me congratula anunciar, que va requetebién. Quizá he metido el turbo, pero qué queréis que os diga, sólo se vive una vez. Y ha estado tiempo estancada.

Quizá, por todo ello, he decidido hacerme a mí misma regalos varios en tan merecida ocasión.

Uno de ellos será una escapada de chicas el próximo fin de semana a Bruselas. Una ciudad, que como siempre ocurre en la pequeña pero extraordinariamente bien comunicada Düsseldorf, está a 2 hora y media de tren y a 50 euros ida y vuelta. Aprox. Una de las cunas del europeísmo que tanto me gusta. Y un lugar donde comer mejillones y chocolate. Y nuestro alojamiento en el maravilloso Stanhope Hotel, objeto de una ganga de las que hacen historia. Sin olvidar el colmo de los colmos para alguien como yo: Amadeus, un restaurante biblioteca, o una biblioteca hecha restaurante- a quién le importa- donde nuestra guía particular ha prometido llevarnos. Y lo que mola tener una amiga que ha trabajado en la Comisión Europea ¿Qué? No sé si se me permite decirlo. Pero la euforia me lleva a casi casi entender el significado de la expresión “Jet Internacional”.

Disculpad el momento odioso del día.

Pero qué demonios. De nuevo, Oh yeah.

Después de esta escapada, mi cumpleaños discurrirá entre tapas night con nuestra mini familia casi düsseldorfer. Tortilla de patata y rosquillas de anís (o sambuca, porque la verdad, no sé de dónde pretendo sacar anís por estos lares), todo home made y traído por servidora con mucha ilusión a la oficina. Un avión. 2 horas y media, qué raro. Una reserva con meses de antelación. Velas y….¡Regalitos! Y al día siguiente una esperadísima reunión de amigas, de esas que salen en las pelis. De las que nos hacen creernos en NY (Sí, sí. A todas. No mintáis.) De las que tanta falta hacen. De esas que recuerdas.

Y de repente, cuando menos me lo espere, será diciembre. 6 meses aquí. Y un nuevo año por delante.

Hoy he aprendido un verbo nuevo en alemán. Uno que retrata con absoluta perfección mi estado de ánimo en lo que se refiere a los cambios que he vivido en los últimos 12 meses.

Ausflippen.

Podría decir que significa “delirar”.

Pero ya puestos, amigos…

Prefiero“flipar”.

Schönes wochenende!

viernes, 8 de noviembre de 2013

Y que todo vaya bien.

Llevo unos días malos. Sabéis lo que es eso, claro. Días en los que lo que menos te apetece es escribir. Y de apetecerte, desde luego no será acerca de cosas bonitas. Días de esos en que lo que percibes a tu alrededor no es más que caos, y locura.  Y días en que nada parece salir como debería. Días de lágrimas, a veces. O de gritos. O de desesperanza. Sabéis de lo que os hablo. Lo habéis vivido.

¿Y ahora? Ahora se trata de dilucidar opciones.

Opción A- Quedarte en cama toda la semana, pretendiendo que el mundo no existe. Dejar de escribir.

Opción B- Tomarla contra el mundo. Escribir. Vomitar palabras de ira y dejar que el rencor se te meta bajo la piel. Universo V.s Tú.

Opción C- Beberte un vino. Escuchar la lluvia. Echarte una carrera por el parque más cercano y retomar la escritura justo donde la dejaste. En el jueves pasado. Y reirte.

¿Qué os parece? ¿Vamos a por la C?

"Nació con el don de la risa, y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese fue todo su patrimonio."- Scaramouche-

A veces pasa. Cuando menos te lo esperas, te das cuenta de lo bien que estás. Y resulta curioso porque cuando vienen las vacas flacas se hacen notar. Sin discreción ninguna. Cual elefante en una cacharrería. Qué penita más negra y maldita sea mi suerte. Esas cosas. Sin embargo, cuando es de las plácidas y gorditas de las que hablamos, éstas son tímidas, silenciosas, y apenas perceptibles, hasta que un buen día dices, "Caramba, que a gusto estoy".

Comienza el quinto mes de mi estancia en Düsseldorf.

Son 4 ya los que llevo a mis espaldas, y no puedo dejar de sorprenderme ante el dinamismo de cambios que hemos vivido hasta el momento. Sin pausa, la vida aquí se ha ido transformando a la velocidad de la luz, y apenas podemos recordar ya cómo éramos al llegar a estas tierras. La evolución se ha dado sin descanso durante estos meses en todos nosotros, y al fin ha llegado la calma. Como decía, sin previo aviso. Y casi podría decir que me siento como en casa.

Tanto, que a todo el que pillo por delante le hago partícipe de lo cómoda que me encuentro actualmente. Todo influye, supongo. Desde tener la posibilidad de pasarme horas pegada al ordenador, viciada con la serie de turno, a poder hacerme la ilusión de ver una peli con alguien que se encuentra a cientos de kilómetros. (100% coordinados, gracias al cielo que existe Skype, próxima tentativa, copas cibernéticas con amigas), todo ello pasando por el dominio de la ciudad, de los tranvías varios y de los mejores sitios para comer o tomarme un vino a un precio decente, sin olvidar la experiencia ampliamente controlada de hacer la compra en alemán (Os podéis reír, pero comprar un desatascador con lejía en esta tierra no es tarea fácil, amigos).

Por eso, por lo que ha costado que llegara la calma, resulta molesto cualquier "bache" nuevo en el camino.

Resulta molesto, por ejemplo, tener unos días malos. Te rompe el ritmo y la sintonía en la que por fin bailabas cómodo.

También es molesto perder a una de los nuestros. Otra que se nos ha ido. De vuelta a su hogar. Aunque a menos distancia que la anterior, el frente francés toma la retirada y nos deja un vacío dificil de llenar. No será lo mismo tomar un Riesling en Drei Raum sin ella. Ni que todas las copas sigan llenas excepto la suya y la mía. Una menos al fin y al cabo.

Así que decidimos despedirnos como Dios manda el miércoles de la semana pasada, probando un nuevo restaurante en la zona de Flingern, bastante cerca de casa, y que estaba desde hace semanas en mi lista de espera. Su nombre es Dr Thompsons, y para los que no hayan sufrido ya mi obsesión con esta historia, se trata de la antigua fábrica de la marca de jabones que le da nombre al restaurante (al que por cierto, nota jurídica, se le cedió el nombre comercial con la condición de que no se fabricaran o comercializaran jabones en dicho establecimiento). Es un lugar muy especial en el que sin duda repetiré. Carne a la piedra, pizzas artesanales y una carta con más de una nota española. 3 espacios restaurante-lounge-club integrados en 1, una decoración mitad industrial mitad vintage y música en directo. ¿Qué más se puede pedir?

El jueves, también de la semana pasada, noche de Halloween, aprovechando el viernes festivo, y por darle un grandioso último recuerdo a la que se nos iba, dimos buena cuenta de lo que ofrecía la noche de la ciudad, el Getränke Temple, y mi coqueto apartamento, que quedó como de costumbre, en condiciones deplorables. Pero fue una gran noche. Una que nos dejó destrozados para el resto del fin de semana, pero que no impidió que nos acercáramos a Gut und Gerne a echar un vistazo al chocolate artesanal con el que se me hace la boca agua y que va directo a la lista de cosas que llevar en navidades como regalito typisch deutsch.

Porque lo creáis o no se acerca la navidad. Eso es así. (Y los pimientos son "asaos", que dirían en mi tierra). Y mi cabeza es un hervidero de nuevas ideas. Ideas que tienen que ver con luces de colores, con gänsekeule (muslos de ganso) en noviembre, con dulces navideños alemanes a partir de finales de mes y el no menos dulce Glühwein que aún no he probado pero que me muero de ganas por catar (vino calentito con canela, anís y especias, típico de las fechas navideñas en Alemania). Ideas que alimentan el imaginario en lo que se refiere a pueblecitos pequeños, antiquísimos, heladores y con mercadillos de navidad de auténtico cuento de hadas. Escapadas obligatorias como por ejemplo Aachen donde existe un balnerario de morir, o Satzvey con su castillo medieval, todo a menos de 1 hora de camino en tren desde Düs y perfectos para un día de excursión. O una noche acurrucada en una completísima cabaña de madera en un bosque del norte, en Resort Baumgeflüster. O ¿Por qué no? Un fin de semana en un castillo en el bosque de Turingia.

Ideas, en fin, que enmascaran por un instante el hecho de que llevemos días y días sin ver el sol. Y el cabreo ante la cancelación de la ruta Düsseldorf- Madrid por parte de nuestros ami-enemigos de Ryanair.

Ideas que hacen que tenga ganas de que pase el tiempo. Que vuele hacia los 6 meses de estancia en estas tierras, que en nada podré celebrar. Y que nos encontremos ya en la época del año por excelencia en la que este país se convierte en mágico. Quiero verlo. Vivirlo. Y sobre todo, disfrutarlo.

Porque a veces, cuando menos te lo esperas, te das cuenta de lo bien que va todo. (Si, si, a pesar de los baches y los días malos.) De lo bien que estás tú. De lo que te gusta todo.

Y en esto que ayer por tarde me sorprendí a mi misma de esta guisa:

Deportivas en los pies. Leggings de deporte, parka blanca con capucha bajo la que ocultaba una cola de caballo y la mirada perdida en mis pensamientos. Nada de música. Sólo el silencio a mi alrededor. Libro bajo el brazo y sobre mi... Lluvia al estilo germano. Sin pausa. Sin piedad. Y mientras semejante chaparrón me caía encima y sin inmutarme lo más mínimo, disfrutaba del paseo desde el gimnasio hasta casa, sin esa prisa que heredé de Madrid, y que me traje conmigo pegada a la piel como si fuera una enfermedad, de repente me detuve un instante al abrigo de un portal porque la necesidad de tomar nota de estos pensamientos que ahora escribo era más fuerte que yo.

Porque justo en aquel momento tuve una turbadora revelación.

Oh-Dios-mío-no-me-lo-puedo-creer.

Me he convertido en alemana.