"No
creo haber bebido jamás champagne antes del desayuno. Con el desayuno en varias
ocasiones, pero nunca antes." - Desayuno con diamantes-
El efecto que buscaba con esta entradilla tenía más sentido el viernes, cuando redacté las primeras palabras que aquí encontráis.
Porque
el viernes desayuné champagne. En la oficina. Y sus burbujas aún hacían
chiribitas en el instante en el que me dispuse a empezar el presente post, y daban coletazos, combinadas con
los restos de cafeína de las 8 de la mañana.
Se
diría que los alemanes no son tan estirados como los pintan, ¿no?
Bien
es cierto que se trató de una excepción con ocasión de un premio recibido con
orgullo por nuestro flamante departamento jurídico, a raíz de un largo proceso
de modificaciones estructurales en el seno de nuestra muy amada empresa. Y que 15
minutos después, ciertamente, el festejo daba paso a una reunión 100% germana
en la que aún no consigo entender cómo mis colegas pudieron olvidar tan rápido
el "efecto burbujeo". 2 horas de reunión. Y yo con las burbujas.
Burbujeante
también es la sensación que uno tiene los viernes. Burbujeante expectación de
los currantes por irse directos a la cama, de los solteros por descubrir lo que
pescarán el fin de semana, y de los enamorados por las noches a la luz de las
velas.
Burbujeantes viernes sí. Días de blog, de sonrisa permanente, de "Schönes
Wochenende" y días de... Viajes.
Porque
era viernes cuando empecé este post
queridos. Pero la inspiración se me escapó al cabo de 10 minutos. Y me fui a
España. Madrid por fin. Hasta el lunes por la tarde. Y, como no, hasta arriba
de planes, de reencuentros y comilonas varias. Y de copas bien puestas. Eso
también.
Todo
lo cual nos lleva al día de hoy, martes, día en el que, sin copas ni nada , me
dispongo, por fin, a hablaros del efecto burbujeo.
Porque ese es el efecto que en mí tiene la bella, eléctrica, complicada, intensa, hilarante y tantas veces incomprendida, Madrid.
Burbujeo
es lo que se siente al volver al hogar. Y lo que revolotea en el estómago
minutos antes de un encuentro en el aeropuerto. Es también eso que quema, que
aparece desde los infiernos más profundos que llevamos dentro, cuando estamos a
punto de explotar y armar la marimorena. Y cuando, de hecho, la armamos.
Está
ahí también cuando toca el timbre el primero en llegar a tu fiesta. Y cuando
decides que aunque lleves 2 días durmiendo apenas 4 horas, hoy sales sí o sí. Hasta
los churros. Si tu compañero aguanta.
Está
ahí cuando te percatas de que estás rodeada de amigas que parece hacer lustros
que no veías juntas y con un veloz movimiento digno del Cirque du Soleil, te las apañas para agarrar la copa, abrir el
bolso, sacar el móvil, encender la cámara, visualizar a un incauto, poner tu
mejor sonrisa y en menos de 3,5 segundos, a voz en grito proclamar “¡Fotoooooooo!!!!!!!”
También está ahí cuando por el rabillo del ojo adivinas un requiebro. Un cortejo. Un tonteo. Uno de esos que duran y duran y duran, que parecen eternos y que ni pa lante ni pa atrás. Pero que hacen que tu amiga sonría y que tú pienses “Qué bonito sería…” Y así seguimos años después. Y que no espabilan.
Burbujas
por la cara de enamorado. Y por los paseos por Madrid. Por las resacas y los
desayunos en la cama. Por los sándwiches con mantequilla. Por los
desbarajustes. Por las peleas y los celos, y el “no te entiendo”. Y el “para
siempre”.
Burbujas
por los abrazos que añoras, los mimitos que te faltan y esa mamitis aguda que no
te la quita nadie.
Burbujas
por doquier cuando en pleno barullo, te pillo mirándome. In fraganti. Descarado.
Cuando te digo tonto. Cuando me dices guapa.
Burbujas,
amigos. Cuando recuerdas un diálogo en pleno chunda chunda a medio camino de lo real y lo imaginario. Uno de
esos del tipo… “-No me sigues el ritmo. – Guapita, yo inventé el ritmo.- Eso
fue en el año 2000. En 2013 estás mayor”.
Burbujas
sí, cuando abrazas y besas y lloras y ríes sin parar, porque en cuestión de 72
horas has de concentrar cuanto vivirías en 3 semanas.
Burbujas
cuando pones al día a todo el que pillas por delante, por si acaso no os volvéis
a ver en siglos. Burbujas cuando llegas, y burbujas al marcharte.
Burbujas
distintas, pero al fin y al cabo, burbujas.
Así se
resume este paréntesis madrileño. Burbujeante. Porque Madrid sabe a Gin Tonics de los buenos y a arroces con
bogavante, y a callos. Madrid huele a otoño incipiente, a castañas que aún no
han salido a la calle y a humo. Suena a Pereza, a Hombres G y a Modestia Aparte. Y a motores de
niñitos que se creen los reyes de la ciudad.
Madrid.
La más canalla y la mejor amiga. Cosmopolita, internacional y profundamente española.
Enorme y acogedora. Tan abierta pero tan nuestra. Tan de todos. Tan mía aunque
no naciera allí. Pero sobre todo nuestra. N-U-E-S-T-R-A.
Hoy martes,
aún recuerdo los ecos de las burbujas. El vaivén de las emociones, todas
juntas, apelotonadas, que apenas dejan respirar. Veo aviones desde la ventana
del despacho. Y la tentación siempre está ahí. Echar a volar y volver sin
dilación a lo seguro. A lo añorado.
Pero
entonces no habría burbujas. Porque sólo un cierto grado de incertidumbre, de
peligro, y en fin, de aventura, puede crear un verdadero efecto burbujeo.
Y sin
burbujas, ¿qué gracia tendría?
Hasta
que vuelvan, llenaré las horas de nuevas aventuras. De momentos a recordar. De
esos que merece la pena dejar por escrito, para que no desaparezcan, para que
no se evaporen con el paso del tiempo.
Sólo os pido un respiro para volver a la batalla.
Sólo
un breve tiempo para readaptarme a la vida sin burbujas. O mejor. A la vida en
expectación constante ante nuevas e insospechadas burbujas. Esas que llegarán
en menos de lo que canta un gallo. Esas que esperaré con hambre de lobo.
Esas
que, os recomiendo encarecidamente, viváis. Regodearos en las burbujas cuando
den la cara, amigos, porque no siempre
estarán ahí.