miércoles, 23 de julio de 2014

Alegato por la calma


No me diréis que lo del mundial no ha sido una broma. Tenían que ganar. Y yo vivirlo. Aquí.

No fue suficiente con experimentar la tormenta más terrible de los últimos 10 años. O con aquel aviso de bomba en las inmediaciones de la oficina.

Se trata de acumular en un año todo evento extraordinario o improbable que al universo se le ocurra.

O eso, o la copa me sigue los pasos.

Tras una semana de curiosas ausencias por resaca, de outfits working-sport (a saber: camiseta de la selección bajo el traje), de pantallas del lobby de la oficina con monotema "Puerta de Brandemburgo", y de revivir una y otra vez hasta en mi despacho el momento “Super Mario”, además del descubirmiento del diminutivo “Schland” con el que se apoda al país, por lo visto, en situaciones alcohólico-festivas como la que se ha venido dando en los últimos tiempos por estos lares...

Tras todo ello, decía, decidí huir. A Baleares por segunda vez en este verano, a Ibiza para ser exactos, en un arrebato de remember de hace 3 años, cuando me enamoré definitivamente de un chico que me aguantó en mi mejor momento nocturno en décadas y que, ojo, sigue conmigo.  Total que tras 3 días de playa, chunda-chunda en cada esquina, obsesivos mercadillos hippies, un encuentro con el famoseo más requetefamoso, un pescado de escándalo sobre el mediterráneo, un par de beach clubs verdaderamente memorables, gastarnos toda la paga extra en un paseo por Amnesia y un montón de gente que sólo se encuentra en esa isla de pecado y perdición,  y puesto que por fin los  30 grados se dejan caer por Düs,  los dedos me llevan a imaginar, o más bien rememorar un instante de evasión (barato), y un templo de la calma que me permitirá soportar este miércoles de oficina hasta salir pitando a las 18:30.

Düsseldorf. 30 grados... Julio.

Abro los ojos  y la luz penetra por mi ventana a raudales. Inunda cada rincón, y me entran ganas de sandalias. Y de café en las escaleras, dejando entrar el aire fresco del jardín, el aroma a rocío. El ronroneo de los 2 gatos que se pasean como Pedro por su casa por la mía. Una Gazelle del año de Maricastaña, verde oscuro desconchado, descansa, paciente y silenciosa, apoyada en el muro exterior de mi, dicen algunos, barracón. Una araña hace acrobacias matutinas para llegar al sillín.
 
Los mejores 60 pavos invertidos que recuerdo. Pura esencia de verano.

El café se alarga al infinito, mientras me desperezo, mientras me estiro 1000 veces. ¿Por qué no? Tengo tiempo.  Pero desde hace días la tentación de tirarme en el sofá y tragarme 10 capítulos seguidos de lo que sea sale siempre perdiendo ante la luminosidad  de los largos días de estío. Los que parecían no llegar nunca.

El espíritu de la niña que fui hace alrededor de 16 años se apodera subversivamente de mí y me transporta veloz al armario, a coger lo primero que pille, digamos camisa amplia, shorts vaqueros y alpargatas, (tampoco hay que exagerar con la relajación) para lanzarme sin dilación a la calle. En bici. En la cabeza, “Verano azul, grandes éxitos”.

Saliendo de casa, a la izquierda, la calle se pierde al fondo, tras el  tunel, en el verdor de Volksgarten, el “parque del pueblo”. El parque que no es un parque, que es un bosque. Lo admito, me da miedo cruzar las vías del tranvia, y más las del tren. La bici es más alta de lo que recordaba. Demasiado alta, aunque insisten los expertos en que asi ha de ser. No sufriré lesiones de rodilla pero lo mío me cuesta echar pie a tierra. El freno es duro. Viejo. Y chirria. Premio a la más retro.

Así que sigo el camino de arenilla roja, bordeado por frondosos árboles que forman una sombría alameda. Ansiosa, paso bajo el puente y allí está. Abriéndose en todo su esplendor ante mí. Poblado de animalejos varios y de runners y ciclistas, y enamorados bajo las encinas, y familias tendidas al sol, y un señor rasgando una guitarra española, y otro pescando. No sé yo qué pescará, pero no voy a quitarle la ilusión.

 Y allí exploro, descubro nuevos caminos, me pierdo. Intento evitar el cementerio y quedarme en senderos bucólicos, encantadores... Y luminosos, a excepción de la entrecortada sombra de los árboles entre los que se filtra aquí y allá el rayo de sol correspondiente. Sigo la corriente del riachuelo, y me detengo en cada imagen de postal, en cada pedacito de cuento de hadas, pues los hay a montones. Se detiene el tiempo. Pasan volando las horas. Sin darme cuenta. Sin móvil. Sin música. Sólo unos pedales, la brisa entre el fru fru de las hojas, y yo.
Y los aromas. Recién llegados del rincón más olvidado de la memoria. Envolventes, sobrecogedores a veces. Aromas de veranos en el norte. Hace ya mucho tiempo. Verano con sabor a marisco y a las mejores ciruelas rojas que jamás han existido. Quizá porque  era mi abuela quien nos las tendía en algún momento impreciso de la tarde perezosa. En unas escaleras. En una casa muy antigua. Marinera. Gallega. Aromas a otros veranos, más tarde, aunque aún siendo niña. Más al norte, en algún lugar de los Alpes franceses. Los primeros destellos adolescentes, los primeros periodos lejos de casa. Y otros veranos aún más adelante, en plena ebullición de los 14 años, en la campiña inglesa, con los primeros "hello" y las primeras lágrimas, y los primeros "bye bye" que empezaban a pesar. Aromas del recuerdo, que hacía mucho que no sentía. Quizá porque el mar lo envuelve todo en el sur. Quizá porque es difícil distinguir aromas en Madrid. Quizá porque hacía falta un lugar así para recordar.

Asi que continúo mi camino y brotan aquí y allá, picnics sobre mantelitos de cuadros. Y familias de aves acuáticas varias se me quedan mirando al pasar por su lado. Cuando ya he dejado muy atrás Boothaus, cuando he cruzado ya multitud de senderos, y me he adentrado en lo más hondo del parque dejando que la naturaleza me rodeé del todo, entonces me doy de bruces con un maravilloso e inesperado lugar. Se llama DeichGraf. Y es un restaurante, un emplazamiento privilegiado para eventos y un Bier garten muy especial. Y caro. De modo que me quedo por las inmediaciones de momento. La música flota suave y delicada en el refinado ambiente de la terraza que da a un lago demasiado grande para que yo me lance a rodearlo a la carrera. Pero perfecto para mi nueva amiga de 2 ruedas. Porque por ideal que sea DeichGraf, lo verdaderamente alucinante es la atmósfera de ese lago.

Soy una chica de mar. Estoy familiarizada con las olas y las mareas. Con la sardina y el boquerón. No con juncos y libélulas. Mi más intenso contacto con los cisnes ha ido de la mano de Tschaikowsky. Pero hoy un cisne me mira. Dirige su largo cuello hacia mi y me lanza una mirada entre curiosa y displicente, y suelta un graznido que no tengo claro si es de pocos amigos o un “hola, qué pasa”. Disfruto del delicioso espectáculo de unos patitos tratando de abrirse paso entre los nenúfares, y observo caer la luz dorada sobre el estanque. Y me gusta. No es el mar. Pero es agua al fin y al cabo. Podría acostumbrarme. Caminos empedrados cubiertos por el musgo y una calma placentera y contagiosa que invade a todo el mundo, humanos, flora y fauna. Si tan solo hubiera sitios asi en España.

España. No estoy segura de que la sensación de calma que se respira aqui pudiera darse alli. Ni el respeto a la naturaleza propio del norte de Europa. Ni el sosiego con el que se vive y se disfruta de las cosas.

Me resulta muy curioso que conforme pasa el tiempo, más echo de menos mi querido país. Pero también me doy más cuenta del pie con el que cojeamos. Los pies.

El otro día en la oficina tuve una reunión estupenda, repleta de ideas nuevas, de diálogo, de proactividad y de creatividad. Y al finalizar, la lider del proyecto en cuestión (una mujer, como tantas otras en Alemania con las que otra mujer puede trabajar sin miedo a que en cualquier momento le suelte un bufido) lanzó una perlita al aire que repito a continuación aun a riesgo de remover los cimientos de la más básica filosofía española:

“Work does not have to hurt

El trabajo no tiene por qué doler. El trabajo puede ser agradable. Puede ser enriquecedor e interesante. Puede ser bonito incluso. El trabajo, amigos, leed con atención, puede ser bueno. Sin obsesiones, ni dolor, ni pena, ni gritos, ni malos modos. Sin sufrir. El trabajo puede molar bastante. Ojito.

Que levante la mano quien haya oido a un español decir algo asi en toda su vida. No me refiero a esos grandes sufridos y sacrificados, que toman el trabajo como una obligación fundamental en sus vidas, impuesta más por el yugo que por gusto, y  piedra angular de sus tristes existencias, que miran siempre con ojo crítico a todo aquel a quien le guste hacer una pausa para tomarse un café. No.

Me refiero a personas que disfruten con su trabajo. Que se sientan realizadas. Que les guste.

Cada vez que voy a España pongo la oreja, lo confieso, atenta a toda conversación que revolotee a mi alrededor, en parte por cotilla, en parte por la maravilla de entender a todo el mundo. Y siempre, sin excepción, vaya donde vaya, hay alguien quejándose de su trabajo. Sea por horas, por salario, por compañeros, o por clientes, siempre. Mal. Siempre.

Es increíble que sin estar separados por tantos kilómetros, Alemania y España sean tan diferentes en esto. ¿No sería maravilloso aprender de la calma, la prudencia, el sosiego de nuestros amigos teutones? ¿No sería bonito, cuando no recomendable que los españoles empezáramos a ser un poco más... Tranquilos?

Más de uno, español hasta la médula, dirá que es muy fácil ser tranquilo cuando el país, la economía, la política, el estado del bienestar, y la madre que parió a la rana van bien. Que no lo es tanto cuando la situación es desastrosa.

Bueno, no puedo evitar preguntarme si alguien en nuestro país se para a pensar alguna vez en que quizá, y sólo quizá, para salir de una situación desastrosa haga falta, primero, estar tranquilos, sosegados, y ser, por primera vez en nuestra historia nacional, prudentes.

Pero en fin, qué puedo decir. Esta es mi opinión.

Y esto no era más que un alegato en defensa de algo que he aprendido a apreciar, a valorar y por encima de todo, a practicar, después de más de un año aquí...
 
La calma.

                       


                       

martes, 1 de julio de 2014

Late, Verano


Latente. Bajo la piel. Entre los dedos de los pies. Por el rabillo del ojo. En el café por la mañana. En las sombras del jardín. En los precios de los vuelos. En las fotos de Instagram.

Late por dentro, y trae mariposas. De esas que recordamos de otros tiempos, de otra vida. En el estómago, mientras contamos las semanas, los días, las horas.
 
Descarga adrenalina por ráfagas que nos hacen removernos en la silla del despacho, y mirar por la ventana. Nos trae recuerdos de noches de terrazas, de claras con limón en la Latina, de amaneceres que alucinas, y caídas de sol perfectas. De mañanas de rastro, de besos entre olas, de findes en Málaga, de premio al mejor boquerón, de ferias en el Pimpi, y de volar sobre el asfalto, tú, tu moto y yo. Una ciudad desierta, que arde.

Es un tornado, que  empieza leve en Junio. Cuando aún hay tiempo. Cuando toca esperar. Mueve nuestros cimientos, y nos va transportando a su dulce locura, sin que nos demos cuenta. Relaja los sentidos; los anhelos, los dispara; despierta los deseos y la sed. Los planes se imponen, aunque sigamos trabajando, aunque se limiten a escapadas cortas, intensas.

Por sentir el sol en la piel, el aroma a sal, y el sonido de las gaviotas al despertar, lo que sea.

En Düsseldorf, exactamente un año después de haber llegado, late tímido el estío, se hace desear, juega con nosotros, y travieso, nos marea. Los cielos se intuyen más allá de las nubes, pero no acaban de brillar.

Las reservas low cost caen como moscas. Rebajas y viajes. La paga extra, dilapidada. Y la mente vuela mucho más allá de las fronteras. Hacia eso que cada uno entiende como “verano”.

Verano.

Unos días malagueños. Sabor a hogar y a mediterráneo. Productos de la huerta directos al plato. Albariño en la nevera. Charlas madre-hija en la cocina. Yo preparo la ensalada. Bien de limón. Pasando de la digestión, y directa a la piscina. Libro en el regazo. Siesta de 3 horas. Gazpacho para merendar. Una cena bajo las estrellas. Una lágrima al marchar.

Decepción en el mundial. Pero qué buena la canción. Se acabaron las medias como premisa absoluta. “ Que yo en junio no me calzo media ninguna, leche” (alargando tiempos, amiga P) Acumular abrigos apretujados en una maleta, y esconderla cuanto más, mejor.

Leer y releer sobre las terrazas de moda. Sobre los mejores rincones, lugares a los que escapar. Esperar actualizaciones que no llegan. Verano en las biblias bloggeras. Manual  de un buen vividor. MyLitlle pleaschhures. Traveler. Vogue living.

Un viernes en Palma, lubina a la sal frente al puerto, y acabar con las reservas de Gin Tonic de la isla. Ver amanecer. Dormirnos en el desayuno. Correr a cámara lenta, estilo baywatch. Y grabarlo en video. Calas de ensueño. Sentir la vida. La brisa en la cara. Y que el sol no se ponga. Zampar ensaimada en el avión como si no hubiera un mañana. Jet Lag meteorológico al poner pie a tierra. Y conservar la canción del verano en la cabeza toda la semana, mientras el bronceado se asienta, o se escapa, depende. Mientras volvemos a contar.

Contar. Planear. Escapar. Volar.

Hasta que vuelvan las visitas. Y el sol con ellas. Y Canoe Club sea el lugar en el que estar. Y alquilemos bici para acercarnos a Kaiserswert. Y pasar el día en su Bier Garten. Y regresar en barco. Con barra libre. Y que un sábado en Unterbacher See deje de ser una aventura de “¿Diluviará o no? Hagan sus apuestas”. Y que las clases intensivo-mortales en el Goethe Institut hagan pausa estival. Y que, de repente, las tardes sean libres.  Y que al otro lado del Rin levanten la feria Größte Kirmes am Rhein el 11 de julio. Y las carreras de caballos que me perdí el año pasado. Y que Ratinger vuelva a ser una calle conocida. Los miércoles a las 19h. Y rememorar los principios. Cuando éramos tan nuevos. Cuando la vida era una fiesta.

Y de repente Ibiza. Proactivamente. Más mayores. Pero no más sabios. Ni menos locos. Soñar con atardeceres frente al mar. Con chill out hasta en la sopa. Con tu modo de bailar. Con el garito más chungo de la isla. El nuestro. Con aquella vez, hace ya 3 años. Con un barco a Formentera. Con perdernos. Un poco.

Y esperar el final de Julio como agua de Mayo. Y esos días en Madrid. Con cafés con vosotras. De los que se convierten en vinos. Y éstos en cenas. Y éstos en noches de Loquillo y Alaska. Y copas de balón. Por favor. Esos días en los que arreglamos el mundo en un suspiro. Con un par de risas, o un par de lágrimas. Piscina en la azotea. La ciudad vacía. Por no quedarme out, 100 planes en la agenda. Y entradas para Leiva.

Y visita relámpago a Niza. Porque no se abandona a una amiga que acaba de mudarse al extranjero. Por los cantos rodados y las sombrillas a rayas, a juego con las hamacas. Por la Promenade des Anglais y el mercado de las flores. Por el queso. Y el vino. Porque algo teníamos que hacer para celebrar agosto. Y porque Francia mola. Siempre.

Y regresar a Málaga en feria. Y que "P" se plantee seriamente volver. Y que la razón no sea el Cartojal. Sino el arroz con bogavante de mi madre. Ni oir hablar de dieta detox. Pero la piel ya dorada, y brillo en la mirada. Barbacoas de noche. Fiestas de día. Y quizá recuperar el ukelele. Pendientes grandes, flores en el pelo. Dolce vita en cada instante.

Y por fin, como Dios manda. Vivir entre olivares y encontrarnos con piratas y corsarios. Al este. En Corfú. Contigo. Andar descalzos. Bucear hasta la noche. Huir. Ser viajeros, no turistas. Que te quedes mudo y me dejes a mi lo de la comunicación con los foráneos. Delicias para el paladar. El mar y el cielo. Respirar. Y que el amor lo envuelva todo. De una maldita vez.

Y, claro, un par de bodas para terminar.

Así ha sido ideado. Y por Dios que así será.

Un año después, y aún sin poder creerlo, vuelve esta extraña época. Revolución para los sentidos, bálsamo para el alma.

Dejad que venga, que nos envuelva de nuevo. Que se cuele entre las rendijas del recuerdo, de la rutina, del trabajo. Abrazad por un tiempo el laissez faire, laissez passer. Relajad el ingenio y de paso el ceño.

Porque por un tiempo, corto, limitado, con fecha de cierre, sólo serán el sol, el mar, la arena, las cervezas, los tirantes, los viajes, los besos, la marca del bikini, las olas, las terrazas, el esparto, las estrellas, la música, las pulseras de colores y la tobillera de cada año, las gaviotas, la piscina, los cafés con hielo, los recogidos en la coronilla, las cigarras cantando, el tú me das cremita, los espetos de sardinas y las Rayban sobre el pelo. Entre otros.

Vale. Y el Reggaeton.

Porque amigos, viene la magia, y arde el asfalto.

Late, Verano.