Con tan sólo una brizna de aire.
Cuán frágiles son las construcciones cuando no hay en realidad bases
sólidas. Que fácil resulta para la más leve brisa destruir lo que con tanto
esfuerzo y dedicación se construye desde abajo. Y cuando pasa la tormenta, y no
queda más que la desolación de lo que un día parecía un colosal castillo, toca
volver a empezar. Esta vez, poniendo buenas bases. Y esto vale para las
personas, para las relaciones, y también para los asuntos de estado.
Lo que ocurre es que en la vida no tenemos puntos finales, no cerramos el
libro, vamos a la estantería y decidimos empezar uno nuevo. En la vida, lo que
tenemos son puntos y aparte, una linea discontinua a lo largo del tiempo. No
hay principios desde 0. No hay ruptura real entre el pasado y el futuro, sólo
una extraña inercia que impulsa a la historia hacia delante, caiga quien caiga,
y haya pasado lo que haya pasado. Siempre intentando salir a flote, pero sin
nunca sacar del todo la cabeza, porque siempre estamos dentro de nuestra propia
historia, y llevamos con nosotros maletas cargadas de recuerdos.
El pasado nos persigue siempre. Nuestros antecedentes. Nuestras bases. Lo
que hicimos, lo que no. Lo que nos dañaron, lo que nos amaron. Lo que
conseguimos y en lo que fracasamos. Las promesas y las traiciones. Las suyas, las
nuestras. Esa es nuestra novela, nuestro bagaje, lo que nos define y nos hace
ser únicos.
Pero si dejamos un instante de correr hacia delante y permitimos que el
pasado nos atrape entre sus garras, estaremos perdidos, viviendo una vida que
en realidad ya no es la nuestra, ahogándonos en las aguas turbulentas del
recuerdo. Del remordimiento.
Alguien sabio le dijo una vez a otro alguien también muy sabio, que acabó diciéndome a mi, que en la vida, "Tienes que perdonarte". Así de claro. Como Simba con el drama de Mufasa. En algún punto de la historia, si no quieres perecer, habrás de perdonar. A otros o a ti.
Muy a menudo, parece que esto no es exclusivo de los seres individualmente,
sino que también se aplica a las masas, a las naciones. La historia marca a los
estados, los moldea, y forma su carácter, dejando una impronta profunda y a
veces, dolorosa. E igual que ocurre con las personas, de su capacidad de
sobreponerse depende el futuro más lejano.
Estando fuera de tu hogar, del entorno que dabas por sentado, incluso en lo
más inconsciente de tu ser, de repente salen a relucir las bases, y los
recuerdos más primigenios, no sólo, insisto, a nivel individual, sino en lo que
respecta al colectivo. Por ser más concreta, yo nunca he sido más española de
lo que lo soy ahora. Jamás he sido nacionalista, ni mucho menos. Más bien he
criticado bastante a martillo a nuestra vieja España, casi desde que tengo uso
de razón. Y sin embargo heme aqui, con verdaderos problemas para no decir en
voz alta, cuanto la echo de menos cada día y a cada instante, como si aquel
sureño país, tan complejo, tan bajo en pasiones y miserias, tan de hablar mucho
y actuar poco, tan de mirar siempre lo que hace el de al lado, como si aquel
país, mi país, estuviera tirando, frenético y sin desfallecer, de una frágil
cuerda atada a mi corazón. Como si no fuera a cejar en su empeño hasta hacerme
regresar a donde, en su opinión, pertenezco.
Tenemos ataduras, al fin y al cabo. Todos. Hasta el ser más libre está
atado a su propia naturaleza, cuando no a su procedencia. De donde
venimos define siempre a donde vamos, y si nos descuidamos, nos cierra el paso,
y nos ciega.
En cuestión de naciones, tema que está muy en boga en estos últimos
tiempos, y que intuyo, seguirá dando que hablar más allá del 11 de noviembre (aunque
quizá no nos vendría mal a todos repasar el concepto técnico de “nación”, por
aquello de no decir sandeces), en cuestiones de naciones, decía, al salir fuera
de la burbuja, ves con más claridad cuanto llevado al punto en el que nos
encontramos.
Ves, por ejemplo, la Revolución Francesa,
y ves como los conceptos acuñados por aquel entonces se siguen utilizando como base para una crítica
personal, para una fanfarronería snob o para un discurso político. Burgueses por aquí y burgueses por allá. Libertad, igualdad, fraternidad. Y ves la
Segunda Guerra Mundial, y la cautela general a la hora de hablar de ello en
Alemania. Ves el medir las palabras, y la preocupación por un comportamiento
cívico ejemplar que rige la sociedad. Como si la mera tentación de transgredir cualquier norma, fuera, ya de por si, un pecado capital, el regreso a los infiernos.
Y ves la Guerra Civil en España, que bien podría haberse llamado vil a
secas. Ves el recuerdo subyacente de familias matándose entre ellas por
pertenecer a un bando o a otro, cuando, honestamente, los paladines de tales
bandos, más preocupados andaban por alcanzar su propia gloria que por poner
remedios a los problemas de su, en teoría, pueblo. Así que ves la guerra, y ves
sus consecuencias, no aquellas, hace ya tanto tiempo, no. Las de ahora. Ves los
bandos. Y la ira semi contenida, siempre latente bajo la piel, alimentada de
envidias, y de frustraciones sin resolver. Y ves la falta de cultura, de
amplitud de miras, la represión, los complejos y el sectarismo, tan propios de
nuestra gente. Tan nuestros. Y finalmente ves cómo todo eso ha desembocado en
el presente, en los conflictos actuales y en momentos decisivos, de nuevo, para
todo un país. Y lo que resulta alucinante, es que nadie haya intentado parar
esto antes. Que nadie haya tenido las narices de salir de la burbuja para
obtener la visión de conjunto indispensable para sanar las heridas del pasado.
Hace poco escuché- digamos en una serie brutal (en todos los sentidos) que
no revelaré (tic tac hagan sus apuestas) y por la que evidentemente sigo estando influenciada- algo en lo que no dejo de pensar
últimamente:
“Infidelity is one kind of sin, but my true
failure was inattention”
¿Y si fuera verdad? ¿Y si cuando las personas, y las naciones, se han hecho daño
y se han traicionado, resultara que al final lo más grave del asunto no fuera
la ofensa en si misma sino el hecho de pasarse por el forro, los sentimientos,
la vida o el futuro de la contraparte?
¿Y si el verdadero pecado que todos cometemos no fuera el pecado en si
mismo, por resultado, sino más bien la causa?
Una aplastante y absoluta falta
de empatía. La incapacidad de ponernos en el lugar del otro, de aprehender sus circunstancias, su dolor.
Y por lo tanto, ¿y si un cierto grado de psicopatía flotara alrededor de todos nosotros, en nuestras sociedades modernas y avanzadas del siglo XXI?
El conflicto en Oriente Medio; Israel, Palestina y la Franja de Gaza; extremismos religiosos; 7 años de crisis económica, el planeta en verdaderos apuros medioambientales, escasez de clase media a nivel mundial, corrupción política, pobreza y hambre, plagas de enfermedades terribles que parecen salidas de la Edad Media, por no hablar del índice de delincuencia, los abandonos, el maltrato animal, el fracaso escolar, la violencia de género, la insatisfacción existencial de todo hijo de vecino, los divorcios, la falta de compromiso, las infidelidades incluso entre los más jóvenes, y un ideal de honor que brilla por su ausencia en los tiempos que corren.
Venga, valientes, preguntémonos, a nivel individual y a nivel colectivo, ¿somos
más inteligentes, y más conscientes de nuestro equipaje, de nuestros errores y
de nuestra proyección hacia el futuro y sus peligros, que nunca antes en la historia?
¿O somos todos unos malditos psicópatas?
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