Corría el año 2002. En Septiembre
empezaba el último curso en el Lycée Français de Málaga. Baccalauréat, série sciences économiques et
sociales. Primera clase de filosofía. “Méditation sur une orange” si no
recuerdo mal. Flechazo devastador por una materia que marcaría el resto de mi
vida. Desde entonces me pregunto el porqué de todo. Cuando digo todo, me
refiero a TODO. La cantidad de horas que paso a lo largo del día preguntándome
el porqué de las cosas… Resulta casi absurdo. El otro día una de mis compañeras
me comentaba que desde que llegó aqui no para de pensar. (Peut- on ne pas
penser?) No se trata sólo del asunto idomático,
que también. Cambiar un mínimo de tres veces al día de idioma no es
fácil. No te deja descansar. Acabas soñando en inglés. Cocinando con el rintintín
del alemán en la cabeza. Bailando al son de una canción en francés. Chapurreando
expresiones sueltas en italiano. Y cuando te sientas a escribir en tu lengua
materna, a tu cabeza acuden palabras que te ves obligada a traducir. Como digo,
agotador.
Pero no se trata sólo de eso. Se trata de que
al estar en pleno proceso de adaptación, a un nuevo entorno, a nuevas personas,
y seamos sinceros, a un nuevo tú, la pregunta "¿Por qué?" Impone inevitablemente
su presencia a cada instante. Por qué puñetas vine a este extraño país. Por
qué pesan tanto las ausencias. Por qué
vuelvo a tener la sensación de que mi mundo está tan lejos. Por qué no entiendo
este idioma por mucho que me esfuerce. Por qué siento esto. Por qué las
raciones son tan grandes. Por qué no puedo tomarme una copa de vino a un precio
razonable. Por qué el tiempo está tan loco. Por qué no comprendo esto. O lo otro.
O a Fulanito. O a Menganito. Por qué tal o por qué cual. Por qué , por qué, por
qué. Y lo peor, es que normalmente no hay respuesta universal. Únicamente, y
depende del momento, puedes llegar a tu propia, sesgada y absolutamente
subjetiva conclusión, que, en fin, al menos a veces, te hace descansar durante
dos minutos. ¿La maldición del filósofo, quizá?
Digamos que porque la necesidad de descanso mental
y veraniego empezaba a hacer estragos en nuestro grupo, como comentaba en el último
post, este fin de semana fuimos en busca del eterno estío. Y tuvimos éxito. A poco más
de media hora entre tren y autobús, nos encontramos en Unterbacher See, un lago
idílico y lleno hasta los topes, con precio de entrada obviamente (Seguimos en
Alemania, queridos), pero con el agua a una temperatura maravillosa y sobre todo
con sol. Mucho, mucho, mucho sol. Pasamos el día allí. Nadamos, reímos, nos tiramos de cabeza desde la plataforma instalada a tal efecto, bebimos
Warfteiner Zitrone (cerve con limón), y comimos algo que a los españoles nos
hizo añorar más si cabe las patatas bravas de toda la vida. Y heladitos. Porque
el verano sin helados no es verano. Fue estupendo, y nos hizo, creo, renovar
fuerzas para la semana.
La verdad es que, ahora que lo pienso, ha sido
un fin de semana bastante original, hemos abierto la mente a experiencias
distintas al paseo habitual por el Alstadt, y eso está bien. Fuimos a
Medienhafen el viernes, y descubrimos un sitio, que, pongo la mano en el fuego,
la mayoría de nosotros pensamos, es para llevar a alguien especial. Romanticismo
alemán en estado puro. A pesar de los 9 euros por mojito. Pebble´s se llama. Me
declaro fan desde ya.
El sábado nos juntamos más gente de lo
habitual. De hecho bastante, bastante gente. De multitud de países. Italia. España. Polonia.
Alemania. EEUU. Holanda. Y seguro que me dejo algo en el tintero. Gente del
trabajo y amigos de fuera. Y amigos de amigos. ¿Un poco loco no? Así tenemos la
cabeza. Imposible conservar la cordura ante semejante confusión de culturas. ¿Choque
cultural? Podríamos escribir un libro. Un libro sobre el porqué del choque
cultural por ejemplo. Y de nuevo el porqué.
Cuando empecé a valorar la posibilidad de
marcharme de España, recuerdo que me empeñé en conocer de primera mano las experiencias de
quienes hubieran vivido algo similar. El porqué de todo. Por qué se marcharon.
Por qué volvieron. Por qué se quedaron. Oí de todo. Bueno y malo. Éxitos y
fracasos. Locuras de verano y planes a largo. Pero algo en lo que coincidieron
todas las versiones es que este concepto universal que es la emigración, se dé
por las razones que se dé- Trabajo, estudios o la simple aventura- te hace conocerte a ti mismo como nunca antes
habrías creído posible. C-O-M-O N-U-N-C-A.
A base de porqués, imagino.
Es de lo que me he acordado, también este fin
de semana (Como veréis me ha cundido), cuando, casi sin previo aviso, sentada
en las escaleras de mi puerta, he empezado a considerar mío lo que hasta hace
bien poco creía ajeno. He empezado a disfrutar de los momentos que antes temía.
Y he empezado a entender la, hasta hace nada amenazante soledad, como una nueva
e inesperada aliada. No es que la situación haya cambiado excesivamente
(Seguimos sin internet y mi apartamento tiene los mismos escasos muebles que
hace una semana, a pesar de una visita fugaz a Ikea), pero parece como si todos
los detalles que me rodean, y que juntos forman mi contexto vital actual, se
hubieran vuelto amistosos, conocidos, cercanos. Los resortes mentales de los que tanto he oído hablar en
casa desde que era una niña, parecen más claros que nunca. Y la sensatez
y la templanza se imponen poco a poco en mi espíritu (Está bien, no. Pero al menos lo intentan). Quizá, de nuevo, a base de
porqués. Quién sabe.
Las largas tardes de verano se ocupan casi sin
darme cuenta, pero los momentos a solas... Esos que existen, y son muchos, aunque a veces parezca que no… Empiezan
a gustarme de nuevo, como siempre hicieron. Llego a casa del trabajo y Gato me
espera. ¿Interesado? Claramente. Por los fiambres alemanes que guardo en la
nevera. O la carne picada con tomate. O las patatas fritas. En serio, ¿A qué
gato le gustan las patatas fritas? Si me da por ahí paso por Kaiser´s en busca
de una de las escasas provisiones de Nestea que he visto en Düs. Y entonces el
momento está completo.
Hace tiempo (bastante tiempo de hecho, pero en una de
esas conversaciones que se quedan grabadas en la mente) hablaba con alguien de
esos momentos que no sabes por qué pero son simplemente perfectos. A veces
acompañado. (Como una tarde en el jardín, copa de vino en mano, y esmalte de
uñas por delante, con una amiga a la que empiezas a tener mucho, mucho cariño)
Pero otras veces simplemente a solas. Esos momentos que imponen el silencio por
regla. Esos que te hacen ver la vida con otros ojos. Que te reconcilian con tu
entorno. Pues justamente esos, han vuelto. Y bienvenidos sean.
Porque recuerdo, aún cercana, la sensación de
no poder respirar ante esta situación revolucionaria, subversiva, desbordante.
Recuerdo aún demasiado próximo el vértigo ante el exceso de libertad y la
sensación de no tener… Aire. Pero tal y como Mamá indicaba (Y recordemos que
las mamás siempre tienen razón, porque es parte de su oficio) “No es que no tengas
aire. Es que nunca en tu vida has tenido TANTO aire para respirar. Llena los
pulmones. Respira.”
No sé por qué. Quizá porque empiezo a entender lo que
eso significa. Quizá porque empiezo a dejarme llevar. Quizá porque empiezo a zambullirme de verdad
en mi nueva vida. Pero la cuestión es que todo empieza a parecerme… Normal.
¿Por qué tanta divagación en este lunes de
principios de Agosto? ¿Podré evitar darle vueltas a lo largo de la tarde?
Verdes las
han segado.
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