lunes, 26 de agosto de 2013

Viajes.

La semana pasada, uno de mis compañeros, ya con amplia experiencia en lo que se refiere a mudarse a largo plazo a otro país, me decía que cuanto antes acepta uno la nueva situación y lo que implica, cuanto antes asimila uno e interioriza todo lo que significa una nueva vida lejos del país de origen, mejor. No sé si será cosa del carácter, o si vendrá de familia, o puede que tenga algo que ver con la situación personal que cada uno deja atrás. Pero la verdad es que algunas personas, al marcharse y descubrirse ante un nuevo entorno, tienden a emprender una lucha encarnizada contra todo y todos los que se encuentran a su alrededor. Si eso pasa, si caes en eso, si la desesperación se apodera por sorpresa de tu estado de ánimo y la rabieta de niño pequeño- esa que juraste no volver a tener a eso de los 12 años- toma el control de tu fuero interno, entonces el mejor consejo que alguien te puede dar, y que, al menos yo lo entendí así, me dieron a mi la semana pasada, es este: Deja de luchar. Para. Tienes que parar. Parar de enfrentarte a tu nuevo contexto de manera beligerante, porque simplemente estás aterrorizado. Parar de luchar contra lo que dejaste atrás porque sientes que nadie te entiende. Parar de luchar contra lo nuevo porque eres tú quien no lo entiende. Parar. Dejar la decepción a un lado y salir del drama. Sal del drama. Coge el toro por los cuernos. Mueve el culo (que diría alguien sin recursos estilísticos). Espabila, y empieza a tomar decisiones. Recupera el control. Finalmente, tantas cosas importantes en la vida dependen de esa actitud…¿Verdad? Pues eso.

Han sido un par de semanas muy movidas. Muchísimo. Con muchos cambios y muchos planes. Como decía en el último post, una de los nuestros se marchó. Y alguien desde Madrid llegó. Y entre medias, el artículo en el periódico que os comentaba hace ya algunas semanas, se publicó, haciéndonos sentir la mar de orgullosos por nuestros 15 minutitos de fama local. Para celebrar estos acontecimientos, organicé toda una semana de eventos que me dejaron ciertamente exhausta, tal y como había predicho. Cumplimos aproximadamente con todo, y tuvimos tiempo de más.

¿Cosas a recordar? El descubrimiento de Les Halles como lugar indiscutible a nivel mundial para disfrutar de un Brunch, al menos hasta el momento (La competi sigue abierta y se aceptan sugerencias). El templo japonés, escondido en la otra orilla del Rin, como zona insospechada de recogimiento o romanticismo en estado puro, según el momento. Una maravilla. Ese minúsculo local cerca de Medienhafen, casi invisible al simple espectador, con una terracita interior y vinos a 2,50 euros, que aún no he tenido tiempo de probar, pero que probaré. Vaya que si los probaré. Los mil rincones gourmet, tanto en tienda como en restaurante, que rondan por la ciudad y cuya existencia, hasta que no he tenido visita, ni siquiera sospechaba. Las tiendas pequeñitas de las que nadie habla, pero que están ahí para quien se pare a mirar. Ese codillo imbatible en Brauerei Zum Schiffchen, y ese puré de patatas…Mamma mia. Una copa en Pebble´s al caer la tarde con lo más de lo más de la ciudad. Y aunque te cobren un ojo de la cara, un lugar para ver y ser visto. Los cochazos que percibí durante el primer mes y medio viviendo aquí, y a los que ahora, gracias a un indiscutible experto en la materia, pongo cara y nombre (o lo intento). Bromas que tenia casi olvidadas. Miradas por las que entregaría un reino entero. Lágrimas que acaban en besos. O en risas. O en más lágrimas. Broncas que hacen de la reconciliación el momento más dulce. Diferencias de caracter insondables y del todo irremediables. Esas que hacen de nosotros lo que somos. Que nos hacen ser nosotros. Sólo nosotros. Y el temblor de piernas eterno desde hace ya más de dos años. Oye y que no se va. Todo eso y más será lo que recuerde tras estas dos semanas. Eso y que el Bistro  al lado de casa cierra los lunes. No olvidar.

Además he tenido un par de encuentros, cuanto menos, curiosos. El primero, casi por casualidad, con una compañera de colegio mayor, en mitad de Königsalle, de esos que te hacen darte cuenta de lo pequeñísimo que es el mundo, y que desembocan en una cerveza en un barco/bar del centro de la ciudad, recordando viejos tiempos. El segundo, con una mamma italiana,  de las de verdad, la primera que he conocido, que además es la fan número 1 de este humilde blog, y que domina el inglés estupendamente( Un abrazo fuerte para ella ).
Por otro lado, el viernes nos fuimos de escapada a Amsterdam, una ciudad intensa como pocas, loca a rabiar, y bella por los cuatro costados. No había vuelto desde el año 2009, y estaba deseando que se diera el rencuentro. Qué ciudad amigos. Qué ciudad. Alquilar bicis. Recorrer las calles intentando no ser arrasado por uno de estos engendros mecánicos. De hecho, compartir una, sentada en la parte de atrás como una señorita e intentar no pensar en lo incomodísimo que es, porque, qué romántico. Parar a tomar una copa en uno de los locales casi preciosistas que sirven para cobijarse de la lluvia, como Mashua, o para disfrutar de los preciados rayos de sol frente a uno de los infinitos canales, como Georges o Herengracht. Ir al Barrio Rojo, porque hay que ir. Plantearte si entrar o no en frente de cada Coffee Shop. Zampar patatas fritas por la calle. Son tantos los recuerdos que se crean en cada viaje. No deja de ser curioso, en cualquier caso,  cómo cambia la percepción que uno tiene de un lugar, dependiendo de la companía. ¿No os ha pasado? Visitas una ciudad a una edad, rodeado de una serie de personas. Te formas una idea determinada de lo que esa ciudad significa. Vuelves al cabo de los años, y paseas por los mismos lugares, recuerdas anécdotas y observas con detenimiento cosas que en su día ya observaste. Sin embargo el sentimiento es distinto. Y la imagen de la ciudad que te llevas esta vez, también lo es. Es lo mismo, pero diferente. Porque las ciudades, al fin y al cabo, son algo vivo, y como tal, evolucionan. Como tú. Y como yo.

Ha llegado el día en que mi visita se marcha, y en que mi humilde morada quedará de nuevo silenciosa y con aroma a ausencias. El síntoma de nido vacío, sin embargo, durará poco, porque el jueves, queridos, empieza un tour desquiciante que en cuestión de 10 días, me llevará desde el norte de España hasta el profundo, luminoso y mediterráneo sur de la península, donde me espera otro trocito de corazón que dejé atrás en esta aventura, aunque ojo, de manera provisional. Tras ese paréntesis veraniego, una esperadísima noche de niñas, de esas que acaban en churros en un  rincón inmundo de Madrid, y de nuevo despedidas, volveré al norte, donde, sospecho, me daré de bruces con el otoño alemán.

Pero hasta entonces aún quedan días. Días de viajes. De cambio de país y de ciudades. De horas de avión y de coche. De fiestas, de bodas y de noches aún estivales. De cosas que saben a lo de siempre. Y otras nuevas.

Porque lo que hace de viajar algo extraordinario es que cada vez que haces la maleta, estás a punto de iniciar una nueva aventura. Una que te llevará a experiencias y sentimientos nuevos, y seguramente insospechados.

Porque cada viaje es siempre, siempre, siempre, el principio de algo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario