jueves, 19 de septiembre de 2013

Epifanía de madurez


 “La segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer”
Y vosotros diréis que con 27 añazos, camino de los 28, y- Dios- a casi 2 de los 30,  habiendo vivido fuera del cobijo materno desde los 17, con mil aventuras a mis espaldas y aún más desventuras, sabiendo latín como sé en más de una cuestión, y habiéndome caído y levantado más veces de las que puedo recordar, ya debería haber superado el complejo de Peter Pan.
Pues no.
Siempre he pensado que hacía falta estar hecho de una pasta especial para vivir fuera del país de origen. Lejos de toda referencia familiar. Lejos de todo lo conocido. Lejos de lo seguro. Pero lo que no sabía es que al marcharte, lo que sucede en tu persona es una especie de metamorfosis kafkiana que va del simple pato mareado, al niño enrabietado de 5 años, pasando, qué duda cabe, por el ridículamente tímido, confuso, y perdido adolescente incapaz de reaccionar ante los envites que la vida decide dedicarle día sí, día también (Porque así es la vida amigos. Y ya lo sabíamos). Así que si he de sacar conclusiones, en lo que a mí respecta, me quedo con dos únicas opciones finalistas:
O todo es muy difícil.
O te ha dado un aire, maja.
Y no puedo dejar de preguntarme en qué momento pasé de sentirme una mujer de mundo y  cosmopolita a una pringada integral.
¿Me imaginaba lo dificilísimo que iba a resultar adaptarme a estas tierras? Bueno, desde luego las dificultades entraban en mis planes, pero he de reconocer que más en lo abstracto que en lo concreto, y más en lo relativo a la experiencia global que en el día a día. Si tuve en cuenta que todas esas pequeñas cosas, esos pequeños trámites tan engorrosos como necesarios en la vida moderna con los que tendría que lidiar yo sola (Sola, sola, sola) al trasladarme aquí, confieso que no. No lo hice. Me las prometí felices cual perdices con mi flamante nivel alto de inglés, el bilingüismo francés, el español materno y la educación internacional. ¿Y sabéis qué? Me han dado hasta en el velo del paladar.
Pero digamos que esto es parte de la experiencia, y que precisamente por estos momentos de desesperación, toda esta aventura resulta tan enriquecedora. Dicho lo cual, creo que ha llegado el momento de hacerse mayor queridos lectores. Dejjar de llorar por la leche derramada (de entre todas las expresiones castizas, qué horror de elección, la mía). Eso es. Coger el toro por los cuernos. Yo me he hecho la cama y yo me acostaré en ella. (Y se me fue de las manos)
Y hasta que todo se estabilice (conexiones, presupuestos, internet, relaciones varias, pérdida/robo de aparatos electrónicos etc etc etc.) sólo queda… La introspección.
Una buena palabra, “introspección”. Cuantos usos puede dársele. Una palabra larga, y con contenido. Complicada, de esas que terminan en “-ción” y por tanto de las que traduces tal cual al inglés y te quedas tan fresco, eso sí, rogando porque la cara de tu interlocutor no confirme que quizá te has marcado un invento de los que hacen historia. Una palabra de esas que quedan de muerte en una buena discusión. “Un poquito de introspección es lo que te falta a ti”. De esas que tu madre soltaba en plena charla por llegar más tarde de las 23h. Y una palabra que me viene mucho a la cabeza últimamente.
Es lo que tiene seguir (3 meses después) sin internet. (Y dale con la burra al trigo) Porque el gimnasio, los libros y la CNN dan para lo que dan. Y al final, sólo te queda pensar. Pensar y observar. Observar y pensar. Ver pasar la vida de los demás a falta de una peli más interesante (o en un idioma comprensible). Sus decisiones, sus arrebatos sentimentales, sus frustraciones  y sus locuras. Sus amoríos, sus aventuras y sus rupturas. Sus mentiras, sus actos heroicos, sus éxitos y sus fracasos. Y luego ponerte a pensar en tu vida. Y de repente tener conciencia de la magnitud de tus propias decisiones. Las que te han llevado a donde estás. Y empezar a considerar las variables de la ecuación que es tu felicidad. Las incógnitas.
Y que el vértigo se apodere de tal forma de tu ánimo, que decidas volver a la CNN. Y a ver qué hay de nuevo por los conflictos internacionales.  Porque francamente, comparado con estos, tu vida parece un camino de rosas. Y mientras tanto soñar con la película en español que darías tu vida por  ver en ese mismo instante. Porque sin ánimo de ofender a los eruditos que sin duda considerarán poco menos que blasfemas mis palabras. Como se echa de menos el doblaje español, señores. Y ojo. A veces el sudamericano, porque todo el mundo sabe que la Sirenita, sin acento latino, no es la Sirenita.
Y lo que yo daría por sumergirme con ella en lo más profundo del océano, o por vociferar “¡Al abordaje!’” con Piratas del Caribe, o por comprobar que una gabardina siempre es una buena idea en Casablanca, o llorar como una magdalena desde el minuto 1 de Moulin Rouge, o por jugarme la fortuna a una mano de Póker con Maverick, o por tararear con Audrey Moon River en Desayuno con Diamantes, o por tomar nota para el próximo fiestón que organice de la mano del Gran Gatsby, o por echarme un baile con Thurman y Travolta en Pulp Fiction. O por, o por, o por…
Pero estos placeres me están vedados por el momento así que simplemente me dedicaré a soñar.
Y eso precisamente me sorprendí a mí misma haciendo esta tarde. Soñar despierta.
 El aeropuerto Düsseldorf International queda bien cerca de mi oficina, y como decía, hoy me sorprendí ensimismada, observando a los aviones ir y venir, preguntándome a dónde irían… Y si su destino sería mi hogar. Me sorprendí también a mí misma, lo confieso, preguntándome si toda esta aventura merece realmente la pena. Me sorprendí a mí misma tentada por abandonar. Y tras el lapsus momentáneo, no puedo evitar preguntarme si será normal. Y si todo aquel que se marcha pasa por lo mismo de verdad. Si todos sentimos la tentación de agarrar los bártulos y tal como aparecimos, desaparecer del mapa. Abra Cadabra. Visto y no visto. Volver corriendo a los brazos de lo conocido, y de lo seguro. Diría lo fácil, pero sospecho que como de costumbre mi mente me juega malas pasadas idealizando todo cuanto dejé atrás. No era fácil, no. Los expatriados siempre tienen una razón para expatriarse, sea una guerra, el paro o la simple huida lejos de una realidad de la que desean escapar. 
Yo también tuve mis razones. Muchas. Razones de muchos tipos y de mucho peso que ahora no vienen al caso. Pero que siguen ahí. Y quizá, cuando todo parece fallar, cuando las fuerzas abandonan hasta al corazón más intrépido, cuando las fechorías de ciertos malvados que rondan a sus anchas por el mundo sin que nadie les pare los pies te sacan de tus casillas, y cuando los pilares de tu cordura se tambalean ante el no saber... Quizá   entonces lo único que llegue a salvarte sea recordar todas esas razones que te empujaron a tomar la decisión de marcharte.
Afrontar con entereza las consecuencias de tus actos, y responsabilizarte de los mismos. Eso es lo que, según me enseñaron, significa hacerse mayor.
Oh sí. La madurez por fin se manifestó.
¿Y sabéis? Por mucho que sepa que es lo que hay. Peter Pan o no. Lo pensaba entonces y lo pienso ahora.
Apesta.
Y punto.

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