lunes, 9 de septiembre de 2013

Oda al recuerdo de verano.

Mucho he pensado en el título del presente post.  Mucho y muy concienzudamente he sopesado las alternativas que oscilaban entre un canto a la vuelta al cole, y una melancólica morriña. La verdad es que podrían ser ambas. Porque el post post- vacacional, valga la redundancia, puede ser escrito desde muchas perspectivas. Melancólico, alegre, desapasionado o con ilusión. La cuestión, señores, es que ha llegado septiembre, y con él, se aproxima el otoño, la caída de hojas, las semanas sin ver el sol, y el frío helador que tanto temo. Hoy ya estoy de vuelta en la oficina. De vuelta a los emails en tres idiomas distintos, y al käsebrötchen de las mañanas, con queso con especias y fiambre (¡ñam ñam!). A los capuchinos a media mañana, las reuniones y las clases de alemán. De vuelta al apartamento que dejé semi vacio a cuenta del imbécil del casero (Contra el que, al menos, hemos ganado una batalla). De vuelta a la añoranza, a los miércoles en Ratinger, y a sentirme un tanto desubicada. De vuelta a mis queridos compañeros, con los que avanzo en esta singular aventura. De vuelta a problemas técnicos como una maleta perdida entre el sur de España y el norte de Alemania, y que no hay manera de que deje de viajar y llevar de un lado para otro mis nuevas adquisiciones para la temporada así como un importante suministro de latas de conserva (Deseando estoy catar esa ventresca). Y de vuelta a planes varios, entre los que incluyo dos próximas visitas, una en septiembre y otra en octubre. La primera más larga y la segunda fugaz. La primera a lo Paco Martínez Soria y la segunda 100% internacional. Pero ambas traerán consigo a amigas tan queridas, que no puedo esperar a tenerlas aquí.
 
Mientras tanto, y puesto que si no lo hago, no sería yo (y si seguís el blog, será lo que estáis esperando como agua de mayo), dejad que os dé tres o cuatro pinceladas de lo que han supuesto estos 10 días a través de la piel de toro que forma mi amada (Quién lo habría de decir) España. Desde el extremo norte hasta la soleada Andalucía. Aún a riesgo de que alguien llegue a pensar "Se le ha ido de las manos". Esto es lo que recuerdo.

Percebes. Anchoas del Cantábrico. El sol en la piel, el olor a sal en la nariz, mientras rodamos a toda velocidad con todas y cada una de las ventanillas bajadas. La música a todo volumen.  Y sentirme libre. Feliz. Sentir que la vida es una gran fiesta. Eso que sólo se puede sentir en verano. Que suene "Lady Madrid" en la radio y creerme más española que en toda mi vida. La adrenalina bulle en mis venas y sólo quiero una cosa. Vivir.
 
De tierras cántabras a una boda en Getxo. Ya sé que he hablado antes de esta boda. Pero ha sido una boda tan especial que merece, al menos, una última mención. Porque esta es una de esas escasas parejas que se miran en el altar. Que se sonríen cómplices, en un universo en el que sólo están ellos dos, aunque seamos 150 las personas que estamos alrededor. Esas que se cantan canciones antiguas, y se rien por no poder terminarlas del bochorno. Esas que te hacen recordar aquello de felices para siempre, hasta que la muerte nos separe, y vivieron felices y comieron perdices. Por siempre jamás. Amor verdadero del que sólo a veces puede una encontrarse cara a cara. Cómo no volver a mencionarlos, al menos una última vez.
Y de ahí al sur. Mi sur. Dorada arena, con azul al fondo y azul arriba. Luz cegadora sólo matizada por los eternos atardeceres frente al siempre añorado Mediterráneo.Un lugar en el que se escucha un suave flamenco. Arroz a la marinera frente a las olas. Botella de Verdejo helada y la brisa de septiembre meciendo las palmeras. Un instante congelado en un par de apuntes en el Iphone, para no olvidar por nada del mundo que en aquel preciso momento, hicimos que parara el tiempo. Tú y yo.
Porque luego están las personas, claro. Personas que deje atrás. Que a veces parecen de otra época, de otro mundo. Pero que están ahí. Con sus vidas y sus historias. España. Málaga. Madrid. Fragmentos de corazón que se me quedan por el camino. Intentar disfrutar de cada segundo como si fuera el último. El último… porque los últimos llegan. Los últimos días, las últimas horas.
En la capital. Más vinos de la cuenta en una terraza, previo diluvio universal. Cenar a las 11 y media de la noche. Pop español en ese bar canalla. El nuestro.  Una clásica discoteca del Barrio Salamanca con miles de chicos cortados por el mismo patrón. Churros en un bar inmundo de esos que están abiertos a las 5…Y a las 4…Y si me apuras hasta a las 3. Churros, decía,  con dos pilares tan fundamentales en mi vida, de formas tan distintas, que tenerlas juntas en el mismo espacio-tiempo parece un sueño. Si ellas supieran. Volver a casa. A una que no es mía, pero que al mismo tiempo lo es. Y dejar que el corazón flote unas horas más. Y al día siguiente Nesquik y “¿Me compras un zumito de tomate por fiii?” Y una comida con sabor asiático y gordita como pocas, con la única familia de España a la que en un "come todo lo que puedas" les dirían “ Lo siento, no nos queda de eso”. Y volver a ver a alguien delante de quien me quito el sombrero porque es bonita, fuerte y valiente por partes iguales. Y tras un par de horas de reposo, la lágrima asomando de nuevo al decir adiós a esos cabellos ensortijados, a los ojos azules y a la sonrisa de lado.
Y a volar.  Terminar un libro de esos que se te quedan pegados a las entrañas justo en el instante en que las ruedas del último vuelo del verano rozan suelo alemán. Y entonces volver al mundo real.
Uno en el que estás lejos. Un poco sola. Pero tan afortunada. Uno en el que la incertidumbre parece ser un poco el pan nuestro de cada día. Uno en el que, como tantas veces antes, toca hacer de tripas corazón, echar mano de todo resorte posible y sobrevivir. Resortes como recordar. Recordar todos estos personajes que rondan esta historia. Recordar el amor. Y días de verano, y besos y susurros al oído. Resortes como leer. A Dumas o a Dueñas. O a Baudelaire o a Reverte. O a Scott Fitzgerald, o a Lope de Vega. O a Molière o  a Shakespeare. O al que pille por delante. Y resortes como escribir. Escribir sobre una época, sobre un lugar, y sobre personas que cambiaron el rumbo de sus vidas por la promesa de un futuro. Y soltar al viento las palabras que juntas engranan poco a poco los capítulos de esta historia. Palabras que quedarán para quien desee leerlas. Y para mi que las escribo. Palabras que, dentro de muchos años, recordaré con nostalgia y si Dios quiere, con una sonrisa pintada en la cara.
Porque seguramente, y como tantas veces ha hecho en el pasado, mi mente idealizará y deformará a su gusto esta etapa de la vida. Una que no volverá. Una que marcará un tiempo.
Aquel tiempo en el que éramos tan jóvenes y tan salvajes. (Guiño, guiño, sonrisa)
Comienza el curso queridos, y sólo Dios sabe lo que éste traerá consigo.
3, 2, 1… Vuelta a empezar.

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