Antaño, los bandidos atacaban al inocente viandante al grito de "¡La bolsa o la vida!"
Y a veces parece que es la misma vida la que se encara contigo, te pone entre la espada y la pared, y se convierte en villana por derecho. O quizá exagero.
El título del libro que estoy leyendo me viene que ni pintado para el post
del día de hoy. Porque hoy es uno de esos días en los que me hago preguntas
existenciales. Preguntas como “ ¿No tenéis la sensación de no poder estar nunca
realmente tranquilos porque siempre, siempre, siempre viene la vida a sacaros de
vuestra zona de confort... otra vez?”
Si no es el dinero, es la vida. Si no es
la vida, es el dinero. Aquello de la cal y la arena.
Recuerdo haber oído que el amanecer más bello siempre aparece tras la noche
más oscura. También me sirve lo de que cuando tocas fondo no puedes ir más que
hacia arriba. Al fin y al cabo, las más profundas reflexiones existenciales, así
como las mejores y más ocurrentes ideas, vienen siempre en los momentos de mayor
oscuridad. O en exámenes. Eso también.
Pero toda esta verborrea incongruente no es la cuestión, ¿Verdad?
La cuestión es que tras 3 meses de aislamiento social, de trifulcas con el
infame casero conocido ya por méritos propios, de depresivas noches de CNN y
Amanpour, (con todos mis respetos a la dama del periodismo internacional) de conversaciones por Viber a base de consumo de datos e
interrumpidas cada medio minuto con un “¿Oyeeee? ¿Me oyeeeees? Nada, esto no se
oye”, de películas en alemán que al cabo de 20 minutos se convierten en mi anestésico
personal, y de ir a la cama a las 23h porque qué puñetas puedes hacer si no… Después
de todo, internet es mío. Nuestro en realidad, porque hemos contratado (una vez superados todos y cada uno de los obstáculos de intendencia, que creedme, han sido muchos) el más super-mega-
pack- hiper- potente con una capacidad astronómica que nos permite estar
conectados a 3 apartamentos distintos. Y así es como, cuenta la leyenda, se
hizo la luz.
Esta semana me ha dejado destrozada, física e intelectualmente. A raíz de
mi esperadísima visita, durante 7 días no he parado ni un segundo. Apenas he
visto mi casa, y he hecho casi cada día malabarismos con las horas de oficina, el turismo de tarde y el sueño atrasado.
Pero ha merecido la pena. Mi huésped ha tenido la gran aventura que necesitaba.
Yo he tenido a mi lado a la amiga que necesitaba. Y Düsseldorf ha tenido dando
vueltas, para arriba y para abajo a las 2 españolas, como la noche y el día, que claramente necesitaba.
Hemos bebido Altbier, en Alstadt y en Ratinger. Hemos paseado por
Königsalle con los dientes largos. Hemos ido a Cubanitos una noche más, huído de
una tía loca que hacía la croqueta en un bar vacío y catado una nueva discoteca
de moda en Medienhafen llamada Rudas. Hemos sido las más gorditas en el brunch
de Les Halles. Y nos hemos gastado 9,50 euros en una copa de vino en lo más
alto de la RheinTurm. Hemos preparado (digamos “hemos”) tortilla y pisto, bebido
tequila y desayunado risotto. Hemos ido al restaurante más antiguo de Düs y
zampado codillo y puré de patatas como si no hubiera un mañana. (A codillo por
mes que voy) Hemos reído a carcajada limpia con las perlitas soltadas el día
después. Hemos hablado y hablado y hablado.
Hemos recordado, creo, una época
pasada, en un edificio que se caía a trozos, pero que nos dejó marcadas. Una
época de errores garrafales, de verdades como puños y de duro aprendizaje. Una
época más loca también. Aquella época en la que éramos tan jóvenes. Y tan
inexpertas. La época en la que se fraguan las amistades más largas, dicen. Sean
como sean. Con altibajos y con peleas. Pero auténticas. De esas que sabes que
te llevarás contigo a la tumba.
Hemos visitado el Palacio de Benrath y nos
hemos dejado llevar por la naturaleza de sus jardines y del bosque alrededor. Y
nos hemos imaginado vestidas de largo, en un baile eterno y haciéndonos miles
de fotos como las princesas que somos. Nos hemos acercado a Colonia tras una larga
noche de fiesta, para descubrir que:
1. Düs mola más que Colonia.
2. La Kölsch y la Altbier no tienen NADA que ver. No hay competición.
3. La catedral de Colonia es una maravilla, desde abajo. Subir a la azotea te
hace desear la muerte y por desgracia no está muy cuidada. Hoy sigo con
agujetas. Dice una amiga que así es como han de verse las catedrales. De resaca
y a patas. Y no sé si será así. Pero este viene siendo mi estilo desde hace
unos cuantos viajes. Aviso. Lo peor no es subir. Sino bajar.
Me gustan las semanas como estas. Llenas de planes y de aventuras varias.
Pero hoy el descanso impone su presencia sin dar lugar a discusión. Hoy
necesito soledad y, quién iba a decirlo, un poco de aislamiento. Hoy es un día
de reflexiones profundas.
Reflexiones sobre la vida. Sobre las vueltas que da. Sobre dónde estaba
entonces y dónde estoy ahora. Sobre no caer 2 veces en la misma piedra. Sobre
planes que vienen y van. Sobre otros que cambian. Sobre adaptarse a las
circunstancias. Sobre sobrevivir.
Y reflexiones sobre mi misma. Porque, siempre lo digo, de eso va también el asunto de irse
fuera. Descubrir quién eres realmente. Qué es lo que quieres. De qué eres
capaz. Y a lo que no estás dispuesto.
Dicen que lo que no te mata, te hace más fuerte.
La fortaleza dependerá de ti.
La bolsa y la vida harán el resto.
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